Mis vicisitudes en la playa (The remake)

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“¡Pero Paco!”, diréis al leer el título mientras os miran raro en el metro por hablar solos, “¿No te da vergüenza hacer una nueva versión de un artículo viejo en lugar de escribir sobre un tema nuevo?”.

Pues os contesto rápido: Howard Hawks volvió a rodar ‘Río Rojo’ siete años después y John Carpenter hizo ‘‘Asalto a la comisaría del distrito 13’ para volver a la misma historia con ‘Fantasmas de Marte’. Que también era ‘Río Rojo’, pero protagonizada por Jason Statham con pelo, lo cual la convierte automáticamente en una peli muy incómoda de ver.

Todo esto no justifica en absoluto que yo me repita. Pero el caso es que estaba sentado en el sofá en calzoncillos debido a los 98’6 grados de Madrid, me miré a la tripa y pensé: “¡Cristo! ¡Cómo no estar deprimido con esto! Que si viniera ahora mismo una mujer a traerme un anillo no sería para proponerme matrimonio, sino para pedirme que lo tirara a la lava del Monte del Destino. A ser posible conmigo detrás”.

Todo ello me llevó a pensar en la operación mankini y en lo patético que voy a estar luciendo pecas y lorzas pandémicas en las playas de Algeciras la semana que viene. Sí: tengo una mala imagen de mi estado físico, lo cual no se ha arreglado cuando un tiempo después ha llamado el cartero para traerme un disco de progresivo polaco (don’t ask) y me ha preguntado:

“Francisco Rodríguez… Pero… ¿Eres Paco Fox?”

En ese momento sólo he podido pensar:

Debería no haber abierto la puerta en calzoncillos.

Lo bueno de ser una C-lebridad (o casi Z-lebridad) es que si el pobre cartero le comenta a sus amigos “He visto a Paco Fox en calzones y he querido autolesionarme las córneas”, probablemente se encuentre como respuesta con un sonoro “¿Quién? Por favor, Antonio, busca ayuda, que pasas demasiado tiempo en internet”. Así que puedo permitirme ser un desastre en público, aunque casi me da un pasmo cuando el asistente de la sala de espera del Palacio de los Deportes tras la segunda vacuna me reconoció bajo la mascarilla “por las cejas negras y el pelo blanco” y se vino a amenizar mis 20 minutos de reposo hablando de Camel y el próximo disco de Yes.

Al menos esa vez iba con pantalones.

Cosa que no haré necesariamente en la playa si voy a Tarifa, porque yo soy de bañarme en pelotas aunque mi cuñada esté delante. Pero no nos adelantemos. Vayamos a por el remake de este artículo de 2007, cuando consideraba que más de 6 párrafos en un blog era pasarse:

Como decía hace años, soy un buen freak canónico, por lo que mis sentimientos hacia la naturaleza son contradictorios. Por un lado, mi nerdismo me impulsa a querer echarme al monte cual hobbit o batallar en drakkar en plan ‘guerrero vikingo con un problema de actitud e higiene corporal’. Por otro, mi mente me avisa de mi incapacidad para vivir en la intemperie, de lo que me gusta lavarme todos los días y de lo que es en realidad la naturaleza: bichos, suciedad, quemaduras de segundo grado y ausencia de retretes, papel higiénico húmedo o bidé.

Por favor, usad más el bidé. No sólo porque sea un gran invento, sino porque en las cortes de Versalles descendió la polución gracias a él. Y sí, sé que la canción de la Trinca es históricamente falaz, pero aquí hemos venido por la risa y para leer cómo Paco se autoflagela en público.

Así que ir a la playa siempre me ha dado mucho miedo. La posibilidad de quemaduras es obvia si tenéis en cuenta que mi espalda se puede utilizar como reflectante para iluminar una escena de Roger Deakins y la lejanía de mi baño me pone más nervioso que el Tribunal Constitucional cuando alguien escribe en Twitter la palabra ETA. Pero, por otro lado, soy de costa y me encanta nadar en el mar con la churrilla a merced de las olas. Es una sensación única de libertad sólo comparable a tener abierta la estación de Gran Vía con cuatro años de retraso y que se estropee el ascensor dos días después. ¡Comunismo o Ayuso!

La peli del Joker lo hizo primero

Hay cinco tipos de playas a las que he ido varias veces en mi vida y cada una me ha supuesto vicisitudes distintas. Empezaré con los destinos infantiles, esos a los que iba, no me echaba crema protectora y en julio ya tenía la piel como Freddy Krueger a las tres de la tarde en Úbeda. En serio: con toda la piel que salió de mi cuerpo infantil se podría haber hecho una carpa del Circo del Sol. Es un milagro que no tenga melanomas sobre los melanomas..

1.- Las playas de Algeciras

Ya he hablado de mi pueblo aquí en alguna ocasión con hilarantes resultados (esto es, unos tipos pidiendo de verdad al ayuntamiento que me declararan persona non grata, lo cual se reveló como innecesario cuando sólo vinieron 6 personas no familiares al estreno de CineBasura). Bañarse en cualquiera de sus dos playas es una experiencia totalmente edificante de hermanamiento con la realidad de nuestra sociedad. Esto es, con tampones, bolsas de plástico, compresas y otra vida artificial de la bahía de Algeciras que alegremente tiran desde Gibraltar al mar. Por no hablar de lo agradable de que se te pegue el petróleo que lanzan los barcos del Estrecho. Con tanto aceite para quitar los pegotes me sentía como un adalid de la dieta mediterránea incluso antes de que estuviera de moda.

Bañarse en la que está más lejos del pueblo, llamada Getares, al menos era estéticamente agradable, por tener delante el Peñón del Paraíso Fiscal y a un lado un cabo bastante bonito, y además cuando era adolescente podías jugar a una versión en plan ruleta rusa de ‘El rescate del talismán’ dando pasos a ciegas a ver si conseguías no pincharte con una jeringuilla de heroinómano. Lo único malo eran las corrientes traicioneras que podían arrastrarte mar adentro y ahogarte o, lo que es peor, acabar en Ceuta.

Ir a la otra playa, El Rinconcillo, paraíso de las construcciones ilegales a pie de playa, era y es mucho más seguro, sí, pero también más sórdido, puesto que las vistas siguen teniendo el Peñón de Empresas Tapadera como elemento principal, aunque también una hilera interminable de fábricas que sabes que están echando cosas al mar de esas que hacen que todo tenga espumita y que ésta no venga precisamente del oleaje.

– ¿Qué haces Doc? ¿Manejar plutonio?
– No, Marty: limpiando hidrocarburos

2.- La costa superior de Cádiz

Viajar a la segunda opción, las playas de Chiclana o Chipiona, era algo bastante cercano al deporte de aventura. Es como si Christopher Walken hubiera sustituido las balas del vietcom por medusas cabreadas. Gracias a dios que en mi juventud no existía Friends y cuando te picaban nadie tenía la tentación de convertir la situación en porno de pagar extra en OnlyFans. Eso sí: al ir a Chipiona con gente local, evitaba la playa de los sevillanos y pasaba más tiempo en la de los locales. Que no es que tenga nada en contra de los de la capital, pero es un Chiste Común (™) meterse con ellos y, además, en la de la gente del pueblo me daban mis abuelos camarones y una copa de moscatel. Sí. Con cinco o siete años. Y ni así conseguían que durmiera la siesta, que sin duda era el objetivo secreto que impulsaba su intento de alcoholizarme.

3.- La costa de Málaga

Gente. Mucha gente. Y pijos. Tened en cuenta que viví de pequeño la era de Marbella como meca de Jesús Gil y Chunguilla Von Bismark. Odiaba ir allí porque luego mi hermano insistía en ir a mirar los yates de los pijos, cosa que al pequeño rojo que llevo dentro desde que tengo uso de razón le daba mucho asco. Eso y que yo lo que quería era volver a la casa a quitarme la sal y la mancha de haber pisado por donde podría haber estado el Barón Thyssen.

4.- La costa de Tarifa

Así que entre polución, medusas y pijos, mi opción favorita era ir a un sitio en el que una buena mañana te puedes bañar y otra te sientes como Lawrence de Arabia en plena tormenta del desierto mientras suena Maurice Jarre. Tres días después de cualquier visita a la playa todavía puedes encontrar arena en partes de tu cuerpo que no sabías ni que existían.

Paco, tres minutos después de llegar a la playa con levante y cinco antes de llegar a la orilla.

Pero son unas playas muy bonitas precisamente porque apenas hay construcciones debido a la ventolera. Sin embargo, el peligro allí no sólo estaba en las inclemencias metereológicas del Estrecho, la probabilidad de que un windsurfero te abriera la cabeza y la posibilidad de ver una patera desembarcar a tu lado. Lo peor de esas visitas infantiles lo aportaba uno de mis primos, El Furillo. Cuando íbamos toda la familia en pandilla, los chavales teníamos la costumbre de subir las dunas de la playa y tirarnos rodando por la pendiente trasera más escarpada, sin setos y con la arena fresquita. El problema lo daba el mentado chaval. Un onvre increíble cuya principal afición con once y doce años era honrar a Onán unas cinco veces al día. Así pues, cada vez que íbamos a Tarifa, Furillo hacía primero un reconocimiento visual de todo el tetamen de la zona (pródiga en top-less y al air-picha, lo cual siempre lleva a grandes momentos cuando vas paseando con tu madre y dice «Oy, esa chica que viene, qué tetas más caídas, que ya podría cubrirse si se está aHOLA PAQUI»). Luego se marchaba a la parte posterior de la duna a entregarse al deporte de muñeca más popular de la historia. Lo malo es que luego llegábamos el resto de los primos que no sabíamos lo que había hecho el más joven de todos y echábamos a rodar cuesta abajo con, sí: el riesgo de hacer LA CROQUETA. Que todo el mundo dice que es lo más grande de la cultura española, pero no si tienes el riesgo de acabar empanado con enzimas y mucus.

5.- Viendo mundo: el Mediterráneo

Con unos 12 años, entre revistas de Spectrum de importación, el WOW de Bananarama y un viaje en coche sin aire acondicionado, por fin probé lo que era la costa Mediterránea en un viaje a Denia. Imaginad el shock cultural para alguien acostumbrado a no tener a nadie a menos de dos metros de distancia y a pasar un ratito con los tobillos en remojo antes de meterse en el agua del Atlántico. Por un lado, yo me creía que eso era una playa como acto de fe, porque yo arena no veía entre tanto madrileño. Por otro, nunca olvidaré la sensación al meterme en ese caldo calentorro. Sí: la misma que cuando mi hermano se quedaba muy parado en el agua y te venía por las piernas lo que rogabas que fuera una corriente de agua caliente y no el deseo de El Ciudadano de ser Uno Con La Naturaleza. Nunca he vuelto a Valencia y sólo en alguna ocasión me he bañado en playas de Parchelona, aunque una de ellas me dio una de mis fotos favoritas con dos amigos porque realmente parece que acabamos de cerrar un trato corrupto y vamos a fumarnos un puro con una copa balón en la otra mano.

Florentino Pérez approves.

6.- Viendo mundo: Jalicia

Unos años más tarde visité por primera vez Galicia. La región que diferencia a los hombres de los onvres. No sólo descubrí el primer día lo que era empezar a comer a las 2 y terminar a las 6 (o, en términos de señora de pueblo gallego, ‘picar un poco’), sino que gracias a la frigidez de una playa de la pedanía Pontevedresa de Seixo, hoy en día soy un hombre más duro que la barba de Chuck Norris. ¡Qué gran experiencia meterse en esas aguas y comprobar cómo la pichurra lograba introducirse TOTALMENTE dentro de mi cuerpecillo! Si hubiera sido hermafrodita, podría haberme inseminado a mí mismo. Imagino al pellejito asombrado por haberse quedado sin compañía mientras se preguntaba algo así como “¿Por qué el cabrón del Paco no se saldrá del agua de una puta vez?”. Los huevos le habrían jaleado si hubieran podido. Pero estaban demasiado preocupados preguntándose dónde puñeta estaban y si esa luz al fondo del túnel era, efectivamente, el ano.

El frío que sentí allí me ha prevenido de hacer locuras como meterme en el mar en el Círculo polar Ártico, aunque tuve el detalle de quitarme la camiseta estando en las Lofoten porque yo soy como William Shatner y busco cualquier excusa para hacerlo. Como, por ejemplo, que venga el cartero a traerme discos de prog polaco. Pero, de todas maneras, la playa sigue siendo para mí la última opción en cualquier viaje. Puedo viajar a Cantabria durante una semana y no ir a ni un día a darme un baño. Puedo estar en Bretaña y preferir pasear por el bosque del Rey Arturo (un poco timo, la verdad) a ir a darme un chapuzón. Porque aunque allí la posibilidad de carbonizarse sea menor, sigo siendo muy particular con mi aspecto y comodidad. No sólo me pone nervioso estar despeinado tras el baño, sino que el tener que esperar a volver al hotel de turno para darme una ducha supone estar medio día con una extraña sensación de salitre por todo el cuerpo que, teniendo en cuenta que tengo unos mulos que darían de comer a toda una familia de tigres en un zoo ilegal durante una semana, aquello roza si me pongo a andar y se irrita como mi glande en una piscina con mucho cloro.

¿Os he dicho que al menos una vez al año se me pone el glande colorado como un inglés en Benidorm por el cloro? Bueno, pues ya tenéis esa imagen en la mente. La factura del psicólogo para el estrés post traumático no la pago yo, que aquí se viene holdeado de casa.

Por eso no suelo darme demasiados baños en las vacaciones de verano y mis destinos siempre son islas británicas, danesas o noruegas. Mi relación actual con la playa consiste en llegar, quitarme la camiseta, remojarme y regresar rapidito a la ducha de donde sea que esté. Gracias a eso, mantengo este blanco que será la envidia de todas mis amigas victorianas cuando inventen la máquina del tiempo y mi vida mejore, al menos, un 23%. Porque lo que es ahora se balancea entre la depresión ante el declive físico y la depresión del cartero que me me entregó el paquete esta mañana.

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