Podría comenzar este artículo con una frase motivadora del tipo, “Vivir autoconfinada no está tan mal”; pero desde pequeña me enseñaron que mentir está muy feo. Así que, supongo que por pura supervivencia, en casa hemos decidido que no vivimos confinados, sino confitados (Gracias a Chárlier por la idea). O sea, vivimos la misma mierda que los demás pero recubierta de miel.
Una buena manera de pasar este autoconfite en el que andamos todos más o menos inmersos es refugiarse en el arte y la belleza. Un poco de entretenimiento puede hacer milagros cuando los días son tan tristemente parecidos y las horas se deslizan, sutiles y asquerosas, como orina entre los muslos.
La búsqueda de ese HARTE y esa VEYESA me lleva a volver con un artículo sobre literatura sórdida, ya que un buen sórdido debe tener una recomendación a la medida de su fistrismo para leer en las largas jornadas autoconfitadas y, una vez acabada la novela, poder montarse una buena hoguerita con sus páginas alrededor de la que bailar tomando una cerveza de moda y vestido de blanco ibicenco.
Porque un poco de idilio a veces implica un poco de violencia.
Esta novela llegó a mis manos por la más pura casualidad. Hace ya unos cuantos años paseaba entre los estantes de una pequeña librería, cuando posé mis ojos en una mesita con novedades. Y ahí estaba.
El título llamó rápidamente mi atención. El asesino de Bécquer. ¿Qué narices era eso? No lo dudé ni un segundo y cogí un ejemplar para leer la sinopsis. Comencé a notar esa sensación que siempre arrebata mi estómago cuando me acerco a un producto potencialmente peligroso, pero mi tripa no estaba lo bastante fuerte y volví a dejar el libro en su sitio. Sí, lo confieso. La sordidez llamó a mi puerta y no le abrí.
Por azares de la vida, tan perturbador título se había quedado grabado en mi cabeza, y pensé que sería buena idea enmendar el error y buscar información sobre aquella novela… y su autor.
Vicente Álvarez de la Viuda no es un escritor cualquiera. Ha ganado varios premios literarios y es conocido por escribir novela negra. Al parecer, es un habitual de la Semana Negra de Gijón y en la actualidad escribe novelas negras con elementos pulp. O sea, parece que estamos ante un señor que SABE. El asesino de Bécquer es su novena novela. ¿Qué ha ocurrido, pues, con ella? Podemos suponer que tal vez se trate de un patinazo en su carrera; o de un resbalón con cáscara de plátano en la mía.
Desde luego, de todo lo que he ido encontrando por ahí, me quedo con este comentario que una tal Scarlett deja dos veces en la web de Casa del Libro:
Esto nos aclara dos cosas: que a Scarlett no le ha gustado la novela, y que es una de esas personas que regalan mierdas literarias a sus allegados para compartir su sufrimiento y no tener que pasar la vergüenza de tenerlas en casa o llevarlas a una librería de viejo. Algunos dirán mala persona. Yo digo heroína de Internet.
Una vez aclarado este punto, vamos con la novela en sí.
Antes de nada, hay que remarcar un par de puntos importantes. En primer lugar, aviso de que la historia es un amalgama resortes basados en el “porque sí” y el “porque mola” como no había visto en mucho tiempo. Un ejemplo claro serán los nombres de los personajes, sórdidos hasta decir basta.
En segundo lugar, el estilo de la novela podría definirse por algunos como muy lírico y posmoderno, en una línea que, a veces, recuerda a Pérez Reverte. En mi caso, yo prefiero definirlo como un montón de referencias culturetas que te sacan de la historia, rellenan páginas y son una muestra de cipotismo encubierto y de recursos literarios imposibles que no tienen sentido y nos remiten a los usos y costumbres más rancios que he visto en una novela, con perdón de Apocalipsis, la ovra que me enseñó que todas tus alarmas deben encenderse cuando notas que un autor es fan de Paco Umbral. Y sí. A Álvarez de la Viuda le molan Umbral y la poesía experimental. Empezamos arrancando en quinta y con el freno de mano arrancado de cuajo.
El tercer punto es el encabezado de todos y cada uno de los capítulos. Resulta que el protagonista tiene la famosa rima XXI de Bécquer (“¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú”) en un puzle que va mezclando de forma aleatoria hasta que salga la forma correcta. Algo así como un cubo de Rubik poético y pedantón que, en realidad, no vale para demasiado. Sin embargo, ver cada uno de los capítulos coronado con una mezcla raruna de la rima del poeta te deja más claro que la cosa va… bien, pero con control de esfínteres.
El primer capítulo ya nos da diversas muestras de lo que digo. El inicio de esta historia es el asesinato de una joven llamada Beatriz. Lo que entiendes es que la han drogado y que la van a estrangular, pero claro, eso tiene que quedar bonito y poético. Por eso el narrador decide explayarse a gusto ya desde las primeras páginas mezclando las “sábanas lisérgicas” con “el jodido edificio”, o metiendo imágenes sorprendentes: “Beatriz ve luces de todos los colores, candiles fosforescentes que se mueven de un lado a otro como en un carrusel de búhos mártires”. Todo ello rodeado de sinestesias absurdas y, por supuesto, referencias culturetas: “Ve a la niña danesa que siempre fue, la que leía a Stevenson filibustero, a Kavafis anfetamínico, a Paco Taibo de corrido mexicano”.
Bien, aparte de todo esto, y de que a la chiquilla la acaban de matar, ¿alguien puede, por amor de Peich, explicarme qué cojones es un carrusel de búhos mártires? ¿Por qué de búhos y no de mochuelos, que es mucho mejor? ¿Y por qué mártires? ¿Y por qué van en un carrusel? Ya desde el inicio, y con la rima desordenada de Bécquer como primer puñetazo en la cara, la novela nos advierte de que esto va a ser duro. Y de que quizá la pobre muchacha no murió estrangulada, sino de pedantería. Sigamos.
La trama se articula en torno a dos protagonistas: por un lado, Olga Tarilonte, inspectora de policía que, como estamos en los tiempos que estamos, debe ser fuerte y decidida. Efectivamente, aparte de estar toda la historia dando la brasa con Jim Morrison y sabiéndose todos los datos del Tour de Francia, es una mujer sin ataduras, activa en la búsqueda de relaciones sexuales esporádicas, con una vida más bien desordenada; deslenguada, malhablada, con grandes pechos que estarán remarcados durante toda la novela y que no disimula en absoluto bajo sus camisetas de tirantes con frases provocadoras. O sea, que Tarilonte es una especie de tía con espíritu de tío, que es lo mejor para crear a un personaje femenino redondo con el que cualquier mujer podría identificarse sin problema sintiendo cómo el empoderamiento le recorre los brazos hasta terminar en una hostiaza con la mano abierta.
El segundo protagonista es Ariel Conceiro, un bibliotecario de la Universidad de Berlai, la tranquila localidad en la que transcurre la historia. Este hombre, aficionado a dar la turra con Miles Davis, a dar pie al narrador para hacer soporíferas descripciones de catas de FFFFFFFFFINO y a escribir artículos coñazo sobre Bécquer es, además, un romántico. Se supone que a lo largo de la trama Ariel está marcado por una historia de desamor que lo ha dejado sumido en la melancolía, los cafés con whisky y las botellas de vino. En el aniversario de la ruptura, nuestro onvre suele agenciarse a una prostituta y, literalmente, “la folla”. Este uso lingüístico eludiendo el “se” me deja muy turulata porque, lejos de humanizar más a la prostituta, hace que sienta un mal rollo y una grimilla que me dan repeluco del malo. Pero bueno, es lo que tiene escribir con el cipote, que cada vez te van saliendo las líneas más torcidas.
Total, que la policía encuentra el cadáver de la ex niña danesa que leía a Stevenson filibustero y fue asesinada entre sábanas lisérgicas mientras veía carruseles de búhos mártires. Tarilonte es asignada al caso una vez que se encuentran ciertos puntos comunes con otro asesinato cometido tiempo atrás, en que se hace referencia al poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Una de esas referencias es el recorte de un artículo de un tal Ariel Conceiro en una revista universitaria que deben leer él y la persona que se encargue de maquetarlo, más o menos. Así que Tarilonte coge a su compañero Batista, y ambos se ponen al lío de la investigación.
Por su parte, Ariel Conceiro ha contactado, whisky va y vinito viene, con un señor muy señoreado que responde al nombre de Sebastián de Nigris. Al parecer, este señor mayor con pinta de aristócrata amoral que empapa sus sábanas en Barón Dandy le revela a nuestro protagonista que tiene un documento real, escrito de puño y letra del poeta sevillano, y que va a sacarlo a la luz en una serie de conferencias. Por supuesto, le ofrece a Conceiro la posibilidad de realizar una investigación conjunta, escribir artículos y toda la parafernalia. Conceiro, que es un hombre que vive en un barco pensando en tres cosas escasas, como ya hemos dicho, comienza a entusiasmarse hasta que un detalle le llama la atención. Detalle que, como buen autor, Álvarez de la Viuda no desvela hasta unos cuantos capítulos después.
¿Y qué pasa en esos capítulos intermedios? Pues que Tarilonte y Batista se ponen en contacto con Conceiro y empiezan a leer todo lo que pillan de Bécquer, para saber cuál será el siguiente paso del asesino y así poder cazarlo antes de que acabe con su próxima víctima. En medio de todo esto, Olga Tarilonte y sus grandes pechos deciden buscar venganza contra un mafioso local que ha asesinado a un hombre que ella conocía de toda la vida para extorsionar a su viuda y poder violarla a su gusto cuando quiera
Por su parte, Batista también está melancólico. Resulta que él también tuvo un amor, una mujer que murió en un accidente de tráfico, todo ello narrado en segunda persona. Es lo que tienen la posmodernidad y el número mínimo de páginas que hay que meter a capón en una novela.
Así las cosas, conocemos la casa de Batista, improvisado cuartel de operaciones de los tres investigadores; seguimos con las conversaciones pedantes entre Conceiro y de Nigris y, de pronto, PUM. Un capítulo entero para la biografía de Gustavo Adolfo Bécquer. Así, por la patilla, sin pan pa’ empujar y sin relación con la trama. ¿Es una narración de alguno de los personajes? ¿Hay un punto de vista subjetivo? ¡Qué va! ¡Para qué! En esta novela hay que meter cosas para rellenar, y si hay que poner un capítulo entero más largo que otros contando la vida de Bécquer, tú te lo tragas como si fueras una oca a la que van a sacar el foie. Y punto.
Olga Tarilonte comienza a planear su venganza contra el mafiosillo mientras se pasa algún que otro rato por el barco de Ariel. Allí, ambos personajes beben vino, hablan de Miles Davis, del Tour de Francia y, por supuesto, de Bécquer. Son capítulos en que la química entre ambos y la tensión sexual va en ascenso, como el del Challenger:
– Oye, que en esta página pone que tenemos que follar.
– ¿Y eso?
– ¡Yo qué sé!
Y, en efecto, en un momento dado, ambos follan. No sabemos si esto es porque tienen demasiadas cosas en común o ninguna en absoluto, pero el caso es que lo hacen debajo de una enorme foto de Jim Morrison, como debe ser, y con una descripción que de puro increíble y predecible a un tiempo, da mucha pereza y aburre a las cabras. Esto podría aportar algo a la trama, pero, mira, para qué. Si con las páginas que llevamos rellenas ya nos tragamos cualquier cosa. ¿O es que no sabíamos ya que la coherencia interna es para débiles?
La venganza de Tarilonte, por supuesto, consiste en vestirse con el escote más generoso que encuentra a irse a ligar con el mafiosillo de turno. Una vez en la casa de este, lo duerme y se pone a buscar pruebas incriminatorias por su habitación, su despacho, etc. Hasta que encuentra el ordenador, da con la clave sin mucho misterio y se graba todo lo que pilla para demostrar que el tipo es un mafioso y un corrupto saltándose todas las normas. Ella es así. Al filo de la navaja. En el límite de la ley. Una mujer, sí, pero con COJONES.
A lo largo de unos cuantos capítulos más, Batista sigue melancólico, Conceiro sigue melancólico, pero no triste; Sebastián de Nigris sigue hablando de Bécquer, conocemos a su hermana, que es una mujer mayor en silla de ruedas, y… ¡Ah, sí, claro! Que esto iba de un asesino. Bueno, pues… el asesino… sale más bien poco, la verdad. Mata a un anticuario con el guantelete de una armadura y creo que poco más. Porque, es verdad… la novela va del asesino de Bécquer… Sí… Pero el caso es que no debía de estar disponible y hace sustituciones de interino del resto de historias cuando puede. Creo.
Finalmente, algo en la mente del autor, o del editor, o de vaya usté a saber quién, se ilumina y parece que todo va a volver a su ser. Todo apunta a que Sebastián de Nigris está relacionado con los asesinatos. ¿Por qué? Pues por el dato friki miérder que descubrió Conceiro en su primera entrevista con el aristócrata del palo y que, tropecientas páginas después, ni recordamos ni nos importa en absoluto. Ariel sabe que ahí hay gato encerrado porque…
– Oye, en esta página dice que sospechamos del sordidazo del Barón Dandy.
– ¿Y eso?
– ¡Yo qué sé ya!
Total, que los tres intrépidos investigadores van a la mansión de los de Nigris y, una vez allí, se encuentran a la hermana tirada en el suelo. La mujer confiesa que su hermano no tiene ni zorra idea de Bécquer, pero que se ha pasado toda su vida obsesionado con colar alguna falsificación del autor y así vivir como si fuera una eminencia en la materia, porque en esta vida hay gente para todo, y en lugar de gastarte los cuartos en equipos de fórmula uno, como un señor mayor de bien, decides que quieres que te aplauda gente por un mérito falso en salas de conferencias. La coherencia interna no es para débiles, es para taradas como yo.
Sebastián de Nigris ha desaparecido. El pérfido asesino se lo ha llevado, y ahora mismo los lectores no tenemos ni idea de quién puede estar cometiendo los crímenes. Quizá, si la novela hubiera tratado realmente de eso, nos hubiera importado un poco. Ojo, que llega la explicación, el clímax, la resolución de la trama. Agarráos la punta de la nariz con una pinza y los genitales con unos alicates, que viene:
El asesino era… LA ASESINA. ¿Olga Tarilonte? ¡No, qué va! Era… LA CRIADA.
¿La criada de quién? La de Batista. ¿Esa que le hace guisos y que lleva toda la vida en la casa desde que salió de su pueblo? Sí, claro. ¿Esa de la que no sabemos una mierda? Justo.
En este punto de la novela, la incoherencia está a tal nivel que solo un miembro de Ciudadanos puede entenderla. Tened cuidado, que voy a tratar de explicarlo.
Resulta que la señora vivía en un pueblo al que, un buen día, llegó un joven mancebo, atractivo y con mucha labia y dineros, que la sedujo hasta que ambos se hicieron novios y se prometieron. El problema fue que ese joven dejó a la novia plantada en el altar, y ahí comenzó a fraguarse una historia de venganza que ni en los mejores culebrones.
Pasado el tiempo, la pobre mujer se quedó en el pueblo cuidando de su familia, hasta que fue libre para marchar a Berlai, donde llegó siguiendo la pista de aquel patético donjuán: Sebastián de Nigris. ¿Por qué la dejó? Por la maldita obsesión con Bécquer. Bécquer había destrozado la vida de aquella mujer, así que comenzó a matar para ver si le echaban la culpa a de Nigris gracias a la magia de la conveniencia narrativa. Pero no fue así y, ya harta de matar para llamar su atención sin conseguirlo, y hasta la coronilla de que ninguno de los tres cenutrios que le proporcionaban toda la información durante sus cenas en casa de Batista no detuvieran a su antiguo amor, decidió cortar por lo sano e ir a por él. Es un plan maestro y sin fisuras. Nadie entiende cómo pudo fallar. El autor seguro que tampoco.
Total, que al final la señora muere, de Nigris tiene que dar explicaciones por falsificar cosas, Batista se queda aún más melancólico y solo en su casa, y Ariel Conceiro piensa que tiene novia nueva o algo. Sin embargo, la coda final de la novela hace que Tarilonte sea detenida por tráfico de información contra el mafiosillo de antes, como una Villarejo de Hacendado. Y así se queda todo: Olga en prisión y pendiente de juicio y Conceiro solo de nuevo, con su Miles Davis, sus whiskazos, su bodega y sus poemas de Bécquer. Y yo con un dolor de cabeza soberano y sin alcohol suficiente para sobrellevar semejante truñazo.

Aunque no podáis creerlo, hay un problema con todo esto, y es que esta no es la primera aventura de nuestro amado y sieso Conceiro. No, no. Todas las melancolías y cipotudeces que nos ha ido mostrando durante la trama son producto, en parte, de una aventura anterior. Una aventura que tiene un nombre que provoca mariposas y carruseles de búhos mártires en el estómago: EL NECRONOMICÓN NAZI.
Poneos a salvo y que San Dunguero me proteja.
¡Hasta la próxima, mochuelos!