#yomecagoencasa (post colaborativo)

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Introducción: En defensa del buen cagar (Por Cava Baja)

Ya van más de cuarenta días de confinamiento y, por lo que parece, podremos ir saliendo poquito a poco para que aprendamos a vivir en una nueva realidad. Desde el principio se nos han presentado mil ejemplos de perseverancia, buen humor y rutinas de todo tipo para sobrellevar el confinamiento, y reconozco que no he sido muy eficaz: no he aprendido a hacer pan, no he redecorado mi casa con manualidades, no tengo los brazos ciclados por incontables horas de fitness, tampoco he escrito la gran novela del siglo XXI ni he leído todas las obras completas de siglos anteriores. ¡Feck, ni siquiera estoy al día con los programas de Fríker Jiménez!

En este tiempo he visto dos tendencias claras. Por un lado, la idea de una felicidad que debemos llevar impuesta por los cojones morenos de no sé muy bien quién. Si no sonríes constantemente, malo. Si no demuestras tu alegría y la idea de que vamos a salir y todo son pajaritos de colores y unicornios rositas, malo. ¿No hay nada más?

Del otro lado, la postura contraria. Policía balconera, macarras de la moral, en definitiva, de los que hablaba Serrat y que siempre andan por ahí deseando sacar toda la mierda que llevan dentro a la menor oportunidad.

Con lo bonito que es repartir esperpento y vicisitud. ¡Dónde va a parar!

Y ese era el tema del que quería yo hablar, diantres. Que me pierdo más que Pedro Sánchez en una casa sin espejos.

Pues sí. Todos los nuevos gurús de la balconada que nos venden el confinamiento como una suerte de chollo según el cual debemos reencontrarnos con nosotros mismos y nuestras propias energías parasubnormales no son de fiar. Porque, muchas veces, no hablan de lo realmente importante, del auténtico valor de lo cotidano en la esperanza callada del vivir y luchar cada día contra los mil problemas que ya traíamos de antes y aquellos que esta situación nos ha provocado o nos va a provocar. A veces lo más valioso está en lo que no se cuenta, o en lo que se cuenta poco.

En efecto, amigos, estoy hablando de…

Pocas cosas más íntimas que cagar. Pocos actos más unitarios y democráticos –amén de poder ser devorados por Cthulhu- que sentarse en una limpia taza y esperar al momento del éxtasis anal que algunos no podríamos conocer de otro modo. Pocas cosas tan individuales y que, al mismo tiempo, nos unan tanto como este simple acto del que muy pocos hablan, pero al que todos estamos abocados.

Si alguna vez habéis tenido la suerte de tener amigos con problemas de estómago o similares, os habréis dado cuenta de que una persona de bien se siente a gusto con aquellos que le rodean cuando habla de sus experiencias en el noble arte del descomer, o de sus primeras colonoscopias o tactos rectales. Eso, seres, es un hamijo.

El pasado día del libro me encontré con una iniciativa de mi trabajo, según la cual había que sacarse una foto con libros para animar a la gente. Yo hice una muy normalita, pero en mi mente ya se había plantado la gloriosa semilla del tontunismo… Solo hizo falta que una amiga hiciera referencia al asunto para ponerme en pie de guerra. Porque, a ver, no he escrito la gran novela del siglo XXI, pero un artículo sobre cagar me apetece mucho más, para qué negallo. En mi propio mundo de tristezas y melancolías, la gilipollez entra con fuerza por los lugares más insospechados. Y, en este caso, mi gilipollez decidió salir por el mismo lugar por donde entró.

Más o menos por…

Así pues, unos cuantos del blog nos hemos unido para contaros lo necesario que nos parece, primero, compartir una gilipollez, que eso siempre da mucho hamor; segundo, expresar la idea de que valorar la caca en la propia casa, alejados del temor de cualquier otro baño (Hola, AVE, cercanías, discotecas infectas, casetas…), es sano, justo y necesario. Por último, ojalá que esta pequeña y frívola reflexión os sirva para pasar un buen ratito de lectura y, ¡por Peich! si es en el baño, mejor que mejor. Puede que como escritora y panadera en cuarentena no tenga futuro, pero a lo mejor mis artículos ayudan al perfecto desarrollo del buen cagar.

Y todos sabemos que eso es bonito.

Mi cerete necesita un buen retrete (Por Paco Fox)

Hay dos tipos de personas: las que van por la vida sabiendo vivir en democracia y las que organizan el plan de rodaje de una película alrededor del concepto de tener el retrete de su casa cerca.

Huelga decir que el equipo de «CineBasura: La peli» descubrió pronto en el proceso de preproducción que yo soy de las segundas. ¿Por qué rodar en Moratalaz como especificaba el guión pudiendo grabar en un sitio en el que yo mismo limpio la taza del váter y no tengo que echar tres capas de papel higiénico para evitar que un zurullo bien formado te otorgue el tan temido Beso de Neptuno en el cerete?

Mucho más terrorífico que Midsommar e igual de divertido a la vez.

Obviamente, la película se rodó en mi casa y en un radio de distancia de esos que te permiten dar un paseo durante la pandemia sin que la policía te multe.

Porque lo mejor de este encierro ha sido, sin duda, que nos ha otorgado el placer de los placeres. Algo que supera a un helado de Irn Bru (voy a registrar la idea). Algo que me hace más feliz que Stalin con un photoshop: el cagar todos los días en casa. Tengamos en cuenta que yo ya relaté hace muchos años mis vicisitudes en el baño de mi oficina y todo el proceso necesario para que ninguna parte de mi cuerpo entrara en contacto con el retrete público. Efectivamente: yo ya era de sentarme con protección, tirar de la cadena con papel, abrir la puerta con el codo y levantar la manivela del grifo con el antebrazo antes de que estuviera de moda para no pillar un virus letal. Soy trendsetter.

Cagar en casa permite muchas fantasías que no puedes disfrutar en otros lugares. Si eres de culo frío, puedes colocar estratégicamente el calefactor orientado al lugar de contacto de tu muslamen con la taza para así tener una sensación más placentera. O también puedes usar la papelera para poner las patas en alto y jiñar como la naturaleza nos enseñó: en cuclillas y mirando a ver si viene un animal salvaje a devorarnos.

También tienes tu lectura, una afición a la que me acostumbré hace muchos años durante el rodaje de un corto en casa de un amigo que tenía muchas Mari Claire y, por lo tanto, podía leer sus consultorios en los invariablemente una chica preguntaba si su novio era gay por querer darle por el culo.Ya sé que leer en el baño no es bueno para las almorranas, pero es uno de esos pocos momentos de paz verdadera de los que puede disfrutar el ser humano aparte servirse una cerveza fría, sentarse en el balcón al atardecer en un día sin tráfico con un buen libro, poner un poco de música relajante y desgañitarse insultando a los imbéciles que hacen la cacerolada del encierro. El problema es que hayas tenido una de esas indigestiones de jugar a ser cocinillas de cuarentena, por lo que a la segunda página sólo puedes parar a preguntarte por qué estás ahí aguantando la olor pudiendo limpiarte el culo en tu propio bidé y terminar el libro en italiano sobre la etapa experimental de Battiato que te estás leyendo en el sofá, donde, de todas maneras, te puedes seguir tirando los pedos que te ha causado el hummus casero con ajo porque, de todas maneras, estás en tu puta casa.

En la imagen: estado previo del gas antes de salir por tu culo

Este movimiento tan bonito de #yomecagoencasa también me ha enseñado una cosa: que para mi cumpleaños quiero un retrete con chorrito en el ojal, música, sonidos relajantes y, ya que estamos, opción de reposalibros y mando opcional para la Switch. Algo así como el sueño del sillón-retrete de Homer Simpson, pero sin ponerlo en el salón. Que no necesito siempre estar delante de la tele: para eso están los móviles y los Instagram Stories.

Sí, amijos: esas simpáticas historias de un minuto que subís para compartir vuestros más íntimos pensamientos están hechas para ser consumidas en el váter. Y yo que me alegro: por eso llevo semanas colgando vídeos míos tocando la flauta para, bien no erotizaros, bien soltaros la tripa y que echéis un cagarro que os deje tan limpios por dentro que perdáis al menos un kilo de esos que estáis ganando por el hummus casero y las ingentes cantidades de pizza.

Que sí: que yo siempre he sido de cantar las virtudes de descomer en el campo y ser uno con la naturaleza. La magia del viento acariciándote el orto y, en el caso de hacerlo en un descampado fuera de Tarifa, del viento llevándose la mierda hasta por lo menos África, uniendo así dos culturas. Pero esa arcádica imágen no tiene en cuenta que luego te tienes que llevar una bolsa con papel marrón y ni siquiera tienes la oportunidad de limpiarte con esponja a lo romano si lo consideras oportuno. Puedes incluso echarte polvos de talco y aloe vera para que tu donete parezca de nata en lugar de chocolate o, peor aún, frambuesa. ¡Si es que todo son ventajas!

Así que sí: disfrutad de todo este tiempo que os queda de no tener que escuchar la diarrea de tu compañero de trabajo o, lo que es peor, escuchar cómo dicho compañero sale y tú te quedas esperando el sonido de una apertura de grifo que, aterradoramente, nunca llega. ¿Menos polución? ¿Corzos por las calles? ¿El lamentable espectáculo de los informativos de deportes intentando dar noticias cuando no hay? No. Lo mejor que nos ha traído la pandemia es cagar en casa.

Y estar todo el día en chándal. Toda una nación con pinta de ir a pillar a las Barranquillas en los 80. #nacióntáctel.

 

Festivales (Por Lady Di)

Defendiendo el #yomecagoencasa nos damos cuenta de lo que tenemos que agradecer estos momentos de confinamiento ante situaciones que vivíamos de forma cotidiana. Y las pegas de cagar en una oficina ya están muy vistas. Así que hablemos de CAGAR EN FESTIVALES. Aquí puedes encontrarte con dos “final bosses”: los puestos de comida y los retretes portátiles. Si esto lo aderezamos con tener un intestino caprichoso con intolerancias alimentarias varias combinado con un SII (que no es un “sí” dicho muy fuerte, es “Síndrome de Intestino Irritable”) tenemos una ruleta rusa llena de emoción ante la posibilidad repentina de tener que ir corriendo a cagar. En un festival.

American Horror Story: Festival

Un festival, dure un día o varios, va a tenerte deambulando por su territorio durante bastantes horas, y gracias a que las organizaciones te registran para confiscar cualquier tipo de comida que puedas llevar encima (ya si llevas porros o una granada de mano les da más igual, porque no es su negocio) no te va a quedar otra que visitar los puestos de comida. Que últimamente no se llaman así porque somos muy cosmopolitas: ahora son foodtrucks. La misma mierda de siempre, un 33% más cara.

Una amplia oferta se abre ante ti y tu hambre acuciada, quizá, por haberte bebido alguna cervecita que otra. En tu menú puedes encontrar: tallarines de hace un mes, sopas (sí, sopas en un festival de verano), bocadillos con un relleno misterioso, paellas verdes o patatas muy calientes en vaso de mini de plástico (cáncer, welcome). Y claro, te quedas con esta cara a la hora de elegir menú:

Sabes que va a picar cuando entre. Y cuando salga. Pero te la juegas.

Tú te compras un bocadillo por un módico precio de 15€ (bebida aparte) y te lo comes tan ricamente en la zona de picnic donde hay mesas con manchas que parecen las caras de Bélmez. Entonces te vas a coger sitio para poder ver a tu artista preferido a una distancia donde no haga falta catalejo y cuando quedan unos minutos para que salga, te empiezan a sonar las tripas (además de que te haces pis por lo que has bebido y por los nervios) y eso quiere decir sólo una cosa: TIENES CACA.

Ahora empieza la tensión: sabes a ciencia cierta (porque te conoces y porque no te has tomado la lactasa) que vas a descomer de una forma más o menos dramática y que vas a tener que hacerlo en las que puede que sean las peores condiciones conocidas por el ser humano: los baños químicos.

Tienes que abandonar a tus amigos y tu posición “privilegiada” en el escenario principal porque está feo hacerte caca encima (aún no estás en la carpa electrónica en plena madrugada, así que a lo mejor te miran mal). Y según te encaminas al apocalipsis vas repasando mentalmente si llevas todo: kleenex de sobra, desinfectante de manos, linterna del móvil y tampax (porque, ¿quién sabe? a lo mejor ya haces pleno y te ha bajado la regla). Cuando preparabas la riñonera estaba demasiado emocionada pensando en ver a ese músico que ahora te estás perdiendo por irte a cagar, así que hay cosas que dudas haber metido.

Yendo a hacer caca (sumad riñonera al outfit)

Pues llegas a la cola del baño de mujeres (la de hombres es más corta, pero para llegar a los baños químicos tienes que pasar antes por los meódromos enfrentados y los charcos de pis), que es larguísima, pero como muchas de ellas están haciéndose selfies o en un estado alterado de la realidad, pues te cuelas.

Y un baño químico tiene muchas cosas, y todas malas.

1- Las puertas: se supone que tienen un marcador rojo o verde para saber si está ocupado o libre pero muchas veces no funciona. Y muchas veces las puertas no cierran. Te sientes como en un concurso de la tele donde no sabes si detrás de la puerta vas a encontrar el apartamento en Torrevieja o a dos follando.

2- La taza: si la encuentras (hay veces que no es posible porque no hay nada de luz y tienes que entrar como un minero con la linterna del móvil) está lo suficientemente alta como para que no puedas estar en una media sentadilla. Tienes que estar ligeramente de puntillas o con el culo levantado. Y como vas a hacer caca y necesitarás mantener la posición bastante tiempo vas a tener calambres en las piernas.

3- La vibración: recordemos que estás en un festival. Con la música altísima. Tanto, que vibra la caseta. Y si estás haciendo un trabajo de precisión, una onda a destiempo puede desembocar en drama.

4- El papel higiénico: no te ilusiones, no hay. Y si no tienes kleenex o los has gastado, pues a secarte al aire (es decir, dando saltitos con las bragas por las rodillas).

5- La cadena: es un pedal que hay dentro del “habitáculo” (que de habitable tiene más bien poco). Pues bien: ese pedal no funciona el 95% de las veces. ¡Regalito para el siguiente!.

6- Lavabo: ¿dónde te pensabas que ibas? no hay lavabo. Y si hay, es un pilón con varios grifos seguidos de los que sale un hilillo de agua (no vaya a ser que lo utilices para beber agua y no consumas las botellitas que venden por sólo 5€ SIN TAPÓN. Que qué queréis que os diga: te limpia más bien poco.

Cuando abres la puerta una vez has terminado de obrar sales pálida, con las piernas temblorosas y con las pupilas dilatadas de adaptarse a la oscuridad. ¿Podrían confundirte con alguien que ha pedido hipotecas a tipo fijo? sí. Pero llevas riñonera, y eso sólo lo lleva la gente seria.

Reivindicando la riñonera para TODAS las ocasiones

 

Cagando en Rusia (Por Guille Stardust)

En este tiempo de recogimiento, es el momento de celebrar el cagar placenteramente. Siempre que puedo cago con la puerta abierta y totalmente desnudo, es como una regresión a lo más primario, una comunión con Gaia, volver a ser un animal.

Dramatización de cómo miro a los ojos a la Pachamama mientras realizo el acto defecatorio desnudo y con la puerta abierta.

Mis experiencias defecatorias más sórdidas han sido al otro lado del telón de acero, en la bucólica Rusia. Éstas han ido desde cagar en un cubo en un ducha sin agua corriente hasta hacerlo en un tren cuya cisterna consista en un pedal que abría el fondo del váter y tus miserias iban a parar la vía.

Al menos había escobilla.

Pero éste es el momento de celebrar el cagar y lo bueno que hay en nuestras vidas. Por eso os voy a contar el mojón más lujoso que planté. Corría el año 5 a. C. (antes del covid-19) y estaba en la gloriosa Plaza Roja después de haber disfrutado de un capitalista almuerzo en McDonalds, porque sí, soy un hombre de contradicciones. Y no sé si fue la carne de ternera vegana que usan en Rusia (es ternera vegana porque esa vaca no ha sufrido, ha muerto de vieja) o la venganza de el padre Lenin desde su tumba-pirámide de mármol rojo, pero sentí la llamada de la selva. Todos los baños públicos de Moscú son de pago, pero hay algunos que son más de pago que otros y ese es el caso de los «Lavabos históricos de GUM».

Esta no necesita pie de foto, no se me ha olviado, Paco (pon este pie de foto, es post humor) (Mete también lo del anterior parentesis y lo de este, por lo de la metacomedia).

Me sentía como un magnate allí, que mi dinero fuera muchos dineros suyos me hacía sentir poderoso como un gremlin en un bautizo. Ahora entiendo la superioridad intelectual que siente un votante de VOX en un descampado. El caso es que con la friolera de 300 rublos en el bolsillo (el equivalente a unos 5 euros) y siendo mi último día en la Madre Patria me sentía derrochador y pensé «qué diablos, caga como un zar, te lo mereces» y fui directo al lujoso baño histórico. Unos 200 rublos después me encontraba en un aseo de marmol con diminutas toallitas de manos de ¡tela!, flores recién cortadas y jabón en un dispensador de jabón.

En mi memoria hay música clásica, quizá Handel.

Cada cubiculo estaba perfumado con el aroma de mil rosas y de un pequeño gancho dorado colgaban protectores individuales para el WC. Ese trocito de papel que separa tu trasero de la fría porcelana dándote una sensación de protección tan falsa como usar un condón de ganchillo.

No vais a ser capaces de saber si realmente el gancho es dorado o no.

El caso es que después de más de media hora disfrutando de aquel paraíso de porcelana y mármol, era el momento de decir adiós a los 200 rublos mejor invertidos de mi vida. Pero no hay que olvidar que soy de Jaén y un poco cleptómano, así que antes de irme, después de haber visto los retretes de los trenes, cogí unos cuantos protectores, una toallita y tras tirar de la cisterna, me largué como el héroe de una peli de acción que se aleja de una explosión.

 

El peligro de no cagar en casa (Por Marlow)

Simplemente decir que aún sufro ligeros escalofríos cuando recuerdo que, con unos 13 años, fuimos al monte con el rifle «purloined» del padre de mi amigo Max para disparar a la maquinaria de la empresa australiana dueña de la cantera local (no pasa nada, fue un domingo y no nos pilló la policía). Tampoco fue una protesta contra el capitalismo corporativo mundial: más bien era por envidia: los hijos de los nuevos jefes habían empezado en nuestro instituto unos dias antes, y tenían… ¡la piel bronceada! Fue en ese momento que su hermano Kevin tuvo que parar a cagar sin previo aviso y al sonido de la condena «Clarty bastard!» de nuestra parte.

Al menos no fue en un cambio de rasante como hizo una vez el hermano de Paco Fox

En la obvia ausencia de papel higiénico, pero con su característica destreza, en un solo blandir de su mano, Kev se limpio el ojete con una hoja grande y de apariencia muy fresca y blandita. Sólo para darse cuenta unos segundos despues que había echado mano de, sí: una ortiga. Kev era un tipo duro. Pero todavía recuerdo con pavor sus lágrimas. Posiblemente no por el escozor, que al fin y al cabo nació escocés y todos venimos de serie equipados con la resilencia para enfrentarnos al sexo con nuestras mujeres, sino provocadas quizás aún más por las mofas sin piedad de su gemelo, que era incluso más duro que él: «Greetin-faced jessie!» le llamó (‘maricón llorón’).

40 años (¿anos?) más tarde aún insisto en aplicar lo aprendido y siempre meto en mi bolsillo algunas hojas de (por supuesto) Scottex antes de salir al campo con mis hijos a disparar contra maquinaria agrícola porque sé que en un país sensible como España, está muy mal visto humillar a los guajes con insultos homófobos si cometen el Error de Kevin y no quiero que mi munhé me pida el divorcio.

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