Catorce tebeos con los que llorar siempre

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Las redes sociales tienen muchas cosas maggggníficas y una chunga que casi anula a todas las anteriores: darse cuenta del estado de perturbación profunda de un porcentaje disparatado de la población. 
Ni Paco ni un servidor de ustedes hemos sido inmunes a tanta gilipollez que hemos leído. Pero consideramos nuestra responsabilidad ineludible el no caer en el cabreo, el no repetir las mongoladas que escuchamos, aunque sea para ponerlas a parir, y el responder al desquicie de esta EsPPPPPPPaña nuestra con aquello para lo que siempre nació ente su vlog de usarcedes:
EL AMOL.
Y, revisando posts pasados, veo que muy raras veces hemos hablado de una de las cosas que más amol cósmico nos han producido: los tebeos.

Cuando, hace unos años, pude conocer a Ralf König, me di cuenta que estaba ante uno de los pocos artit-tas de los que podría decir: “He crecido como persona contigo”. Y es que una de las cosas que más le aplaudí a Ralf fue el que, de su mano, pude pasar de las joviales sodomizaciones del inspector Luigi Maccaroni en ‘El condón asesino’  a emocionarme de verdad con ‘Superparadise’. Sí aquella obra en lo que apenas su protagonista terminaba de limpiarse el semen de su nariz tras una jloriosa juerga en Mikonos, cuando Ralf te dejaba caer como un pollazo en la cara la palabra “positivo”.

Y de pronto reparé en una cosa: un servidor de ustedes siempre ha sido bastante llorica. Y carne de ser manipulado por cualquier telefilm de sobremesa. Sin embargo, apenas podía recordar tebeos con los que hubiese echado la lagrimita. ¿Cómo podía ser que aquello que más me gustaba apenas pudiese emocionarme? ¿Era algo inherente al lenguaje de la narración gráfica?
La respuesta, claro está, es que… NO.
Si los tebeos de nuestra infancia no emocionaban era, simplemente, porque lo que se publicaba o eran sordideces de Bruguera en dura pugna por decidir qué título tenía el peor pareado (Un duro duelo entre ‘La familia Trapisonda, un grupito que es la monda’ y ‘Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte’, aunque ambas fuesen superadas en sordidez por el forsalismo sin rima de ‘Sherlock López y Watso de leche’). O superhéroes que no se caracterizaban por el melodramón solvente, así matasen a Fénix.  Eso por no hablar de un comic “adulto” que… en fin. Digamos que nació aspirando a “la paja con justificación de denuncia social contra la burguesía” y terminó en paja sin más. Que tampoco me quejo: ahí está mi chunga colección del Totem para probarlo. Y para ver la generación de enfermos que hubiesen sido nuestros hermanos mayores. De haberlos tenido.
Pero, poco a poco, las editoriales fueron ampliando el abanico de los tebeos que se publicaban. Y así pudimos ver nuevas historias con las que poder ir envejeciendo más allá del pajillerismo. Porque como dice un jran amigo mío “A nuestra edad, ya no quieres follar como un descosido. Lo que quieres… es que te quieran”.
Así que, en un vlog en el que afirmamos la superioridad de la comedia sobre todos los géneros, hoy vamos a aplaudir a catorce – no podía ser otro número – tebeos que demostraron que sí, que las viñetas podían emocionar y que nosotros podíamos envejecer con esos dibujines que tanto nos gustaban.
Cojan su caja de Kleenex, pero esta vez para llorar, guarros,  y… ¡Allá que vamos! 

14. Los Sinshen Gumi (Osamu Tezuka)

Cuando le dije a Paco que iba a hacer esta lista su pregunta inmediata fue: “¿Van a ser los catorce tebeos elegidos de Osamu Tezuka?” Le respondí que a punto estuve, pero que para eso deberíamos hacer de una vez ‘El post épico en cuatro partes sobre Osamu Tezuka’, pospuesto durante años. Por resumirlo en una sola frase: Tezuka es Dios, el mejor narrador de historias de la historia de cualquier arte, y si no te compras TODA su obra – dibujó más de 150.000 páginas – estás cometiendo un error. (Vale, es una frase con subordinadas, pero en ente vlog siempre hemos sido de hacer trampas).

Los Sinshen Gumi es una historia de una academia de samuráis que Tezuka iba publicando por entregas en una revista mangaka. Lo más habitual es que muchas de esas publicaciones quebrasen y las historias quedasen inconclusas (le ocurre a grandes obras de Osamu, como ‘Vampiros’, ‘Ludwig B.’ , o la mítica ‘Dororo’). A ‘Los Sinshen Gumi’ le sucede lo mismo, pero en esta ocasión Tezuka se saca de la manga un truco de genio: una de las tramas es la historia de una chica que quiere matar a toda costa al protagonista pero, cuando por fin tiene la ocasión, usa su única bala para cargarse a otra persona que estaba peleando con él. Sublime comedia romántica, por supuesto. Sin embargo, el protagonista ya tenía planeado embarcarse hacia América “Volveré dentro de unos años. Y ese día podrás dispararme una bala al corazón. Te lo prometo”.

Son las siguientes páginas donde Tezuka lo da todo. El protagonista, Kyûjûrô, se aleja cantando sobre su futuro. Una vez subido al barco se pregunta si, cuando regrese, el grupo de samuráis a los que él pertenecía, los Sinshen Gumi, seguirán existiendo. O si esa chica le querrá tanto como para seguirle esperando años para matarle.

“Del otro lado del océano… Un nuevo mundo esperaba a Fukakusa Kyûjûro”.

A todos los que nos hemos ido con 18 años de nuestra ciudad esto nos suena familiar: emigrar y sorprenderse del poco tiempo en el que las cosas que tanto nos importaban pasan a ser irrelevantes. Normalmente, con razón. Otras veces, de forma injusta.  Y lo grande de los Sinshen Gumi fue contarnos una historia apasionante, interrumpirla y decirnos, sin tiempo apenas para respirar, que todo eso desaparecerá, que no tendrá ninguna importancia, y que nunca sabremos si lo que está por venir al otro lado del océano será mejor.

Y luego me preguntaréis que por qué digo que Tezuka es Dios.

13. Hazel Eyes (Adrian Tomine)

Para los que leíamos tebeos desde los 80, la gran revolución noventera se resumía en una sola palabra: Previews. Varios frikis nos reuníamos para comprar un listín telefónico de venta por correo para compartir los gastos de envío de un macropedido. Al principio algunos se pillaban la Patrulla X para enterarse de lo que en España tardaría un año en publicarse. ¡Y eso sí que era para llorar! Pero más de arrancarse las córneas y fregarlas con Cilit Bang al ver a la generación de Liefeld, Lee, Silvestri y McFarlane cargarse todas las series de superhéroes.

Afortunadamente, la propia Previews tenía la solución: descubrirnos al llamado “Nuevo comic independiente americano”. Autores como Daniel Clowes, Chester Brown, Peter Bagge o Chris Ware nos descubrieron un mundo nuevo con el que olvidarnos de las caspas de Josep Toutain. (Feck, tengo una foto con Chris Ware, que es un frikazo del quince, dedicado a las manualidades ¡y que no tiene televisión en su casa! Y no la publico aquí porque soy YO el que tiene la pinta deplorable de frikazo terminal psycho killer).
De entre los tebeos que pedíamos recuerdo un número de Optic Nerve, de Adrian Tomine, en el que se encontraba la historia corta ‘Hazel Eyes’. La protagonista era una frikaza absolutamente incapaz de vivir en democracia. (Y lo digo yo, que fui capaz de descolgar un teléfono, esperando que me llamase mi amigo Fran, diciendo “¿Digamelón?” para, acto seguido, escuchar un “Chamaba para da-lo pésame pola morte da túa tía…”). ‘Hazel Eyes’ nos cuenta el momento en el que, tratando de ir más de cool que nadie, termina haciendo el ridículo y siendo profundamente humillada por toda la peña. Especialmente por el chico que le gusta, ante el que se sincera haciendo el peor de los ridículos.
La historia podría ser más o menos dolorosa hasta que Tomine llega a la página final haciendo un flashback: la protagonista, Tara, recuerda el momento en el que abandonó su casa en Seattle y la frase que se repetía una y otra vez mientras conducía hacia el sur: “Puedo ser quien quiera ser cuando detenga este coche”.

Supongo que todo frikazo/a pagafantas se repite esta frase cada vez que llega a un sitio nuevo, cambia de colegio, círculo de amistades, trabajo… Y la realidad es que, en la maleta con la que llegas a un sitio no te has olvidado de deshacerte de tus camisetas Imperio que te siguen delatando como un finstro, ni desprenderte de todo lo que te convierte en un héroe del no follarás en la vida. La miseria te acompaña hasta el váter si hace falta. En ente vlog hemos hablado de ello con fundamento, pero nunca lo hemos hecho tan bien como en esta historia cruel de Adrian Tomine: la prueba más cabrona de que por mucho que te recites frases de Paulo Coelho jamás se consiguirá nada.

12. Paracuellos (Carlos Giménez)

Como muchos entes, soy de leer mucho en el váter. Pero, en ocasiones, me daba el punto competitivo y decidía subir mi apuesta llevándome suplementos de la enciclopedia Larousse al trono. Evidentemente, una de las entradas que consultaba era “Cómic”. Así descubrí a mi idolatrada Claire Brétecher y vi, por vez primera, la mítica viñeta de Paracuellos en la que un niño le dice a otro “Hoy es noche de reyes” para recibir por respuesta un demoledor “¿Y qué?”.

Cuando por fin, gracias a una feria del libro vighesa pude hacerme con el álbum completo, se me cayeron los pendexelines al suelo. Leer las crónica de la infancia de Carlos Giménez en un hogar del auxilio social franquista da tanta tristeza como furia escuchar a listillos despachando despectivamente ‘Paracuellos’ con un “Carlos Giménez es un resentido”. Y, sí, es cierto que el tebeo en cuestión solo destila odio hacia los que convirtieron su infancia en un infierno, y que la continuación, ‘Barrio’ tiene más matices en su tono. Pero, feck, de esa energía y esa rabia se han hecho varias obras maestras. Y sin la brecha de Giménez el cómic español no sería capaz de hacer cosas como el increíble ‘Arrugas’ de Paco Roca (que abandoné a las pocas páginas – de ahí que no esté en esta lista, aunque lo merezca – por increíblemente triste).

Y esa página de ‘Paracuellos0 sigue martilleándome a día de hoy. Tal vez porque, en ente vlog, compartimos una veneración sacrosanta hacia la noche de reyes. Fue estando en la ECAM cuando Paco tuvo que pasar la noche de reyes fuera de casa, rozando la depresión profunda. Le invité, apiadado, al sórdido piso en el que vivía con otros talibanes de los tebeos en la calle San Bernardo (hoy creo que se ha reconvertido a casa de putas, si los vecinos no han logrado largar a sus inquilinos). Y allí, tomando mis contundentes lentejas, nos pasamos una larga comida y sobremesa únicamente contanto chistes de caca. Ver a Paco pasar de la depresión al despolle mientras escupía algunas lentejas sigue pareciéndome uno de los momentos más tiernos ever y uno de los pilares sobre los que se sustenta esta sordidez de página.


11. La vida está bien si no te rindes (Seth)

…Y de la virulencia del llanto esP-P-P-Pañol, pasamos a la lágrima melancólica de un tebeo fisno y elegante de un autor que, desde su ridículo sombrero, parecía que quería vivir, ética y estéticamente, en otra época. Si se dedicase a otra profesión, Seth podría parecer el no va más del hipsterismo, pero ser canadiense parece que te blinda contra cualquier aspiración al cool. Eso y que tus dos mejores amigos sean otros dos dibujantes – Chester Brown y Joe Matt – que redefinen la miseria pajillera.
Por eso no es de extrañar que ‘La vida está bien si no te rindes’ sea una reflexión sobre qué ha hecho de su vida. El recurso es muy simple: Seth se inventa la existencia de un dibujante de tebeos pretérito, llamado Kalo, que tiene exactamente su mismo estilo. Ello da pie a que recorra todo el país buscando pistas de esta persona, de su pasado, de explicar por qué él es cómo es…

Toda la narración está llena de medias respuestas que casi nunca no son lo que Seth quería encontrar. Hasta terminar conociendo a la madre de Kalo. En lo tal vez sea el mejor anticlímax que jamás haya leído, ‘La vida está bien si no te rindes’ demuestra que jamás habrá respuestas, ni objetivos claros, ni siquiera se podrá entender ninguna de las tonterías que hayamos hecho intentando mirar hacia atrás ordenando el pasado con mi espíritu de montador de los días pares o reescribiéndolo con ese espíritu estalinista que uso los días impares. Tener más finura y elegancia que esa última página – que, a lo mejor, Paco definiría como del “Género va y se acaba” – me parece casi imposible. 

10. A Glass of Water (Grant Morrison, Dave McKean)

Todo el mundo tiene su manera particular de ser un moñas. Que nadie se engañe. Otra cosa es lo moñas que te deje ser tu entorno. Si, por ejemplo, un genio del mal como Feredrico Moccia ha triunfado fue porque les regaló a los calorros poligoneros una forma de ser cursis sin que se menoscabara su prestigio en las concentraciones tuning. O sin que tuviesen que renunciar a dar un par de yoyas ocasionalmente a su churri: llegaba con poner un candado en un puente o con grafitear «Tú y yo 3MSC» en un paso elevado. ¡El amor!

El problema, claro, es la moñez menos aceptada. En el caso de esta sublime historia corta de Grant Morrison, la primera frase “La gente no entiende de romances hoy en día”, pronunciada por una señora británica cuyo peinado habría conocido tiempos mejores, crea el tono de una historia de soledad y crueldad que me sigue dando escalofríos.
Personalmente, he sido testigo de los momentos en las que algunas personas intentan realizar “ese último acto” antes de que todo se vaya definitivamente al carallo de una forma u otra, y creo que ‘A glass of water’ lo retrata demasiado bien. En este caso, es la historia de una bibliotecaria obsesionada por el romanticismo – de Shelley y Byron, no de las novelitas de Jazmin – que cree tener la última oportunidad de haber conocido al amor de su vida. Todo para que ese señor termine siendo un estafador que se desplumaba a mujeres de edad. Con el consiguiente choteo de todos sus compañeros de trabajo que no dudan en humillarla con alegría, claro.


Es una historia corta muy relevante en estos tiempos en los que se pone de moda la máxima falsa de «El amor romántico es la base del machismo y del matrato» (No. NO lo es: el odio la tienes ya en la Biblia, que para eso los judíos eran una cultura que redefinía la misoginia. Es precisamente el amor cortés el primer momento en el que se trata a la mujer como un ser humano pensante). Más que nada para demostrar cómo el cinismo y el individuaismo hace infinitamente más daño. ¿Se trata de Grant Morrison poniendo al día ‘La señorita de Trévelez’? Probablemente. Pero eso es algo bueno.

¿Qué cómo termina? A ver, se titula ‘Un vaso de agua’… ¿Tengo que decir más?

9. Elektra: Resurrection (Frank Miller)

¡Si señora, una de superhéroes y, encima, escrita y dibujada por el mayor enajenado que conozca el mundo del cómic hoy en día!


Pero hubo una época en la que decir Miller no era sinónimo ni de fascista, ni de señor que hace películas para transmitir el único mensaje de que “Un váter es siempre divertido”. De hecho, en la mejor serie de superhéroes que jamás se hiciera (sí, su Daredevil me parece superior incluso a La Patrulla X de Claremont y Byrne) Frank logró un imposible: emocionarnos no con la muerte sino con la resurrección de un personaje.

Bien pensado, tiene lógica: no existe nada menos climático que la muerte de un superhéroe, cuando ya sabes que la decisión de un consejo de administración lo resucitará cuando convenga (por eso me pareció tan bien coger a los autores más cutres y low cost que hubiese para la muerte de Superman, puestos a no tomárselo en serio…). Así pues, Miller decidió hacer una serie de casi únicamente cuatro personajes (Daredevil, Kingpin, Bullseye y Elektra) para poder desarrollarlos a gusto. Luego mató a Elektra en una de las imágenes más icónicas que se recuerden en los superhéroes y remató la jugada con lo que jamás nos esperaríamos del tío Frank:

Elegancia.
Esas páginas del final nunca despejaban la duda de si asistíamos a la auténtica resurrección de Elektra o si, metafóricamente, estábamos viendo como ese personaje alcanzaba en la muerte la paz que nunca tuvo en vida. Si el final de ‘Porco Rosso’ de Miyazaki nos parecía elegante por NO hacer lo que Disney en la cutrez de ‘La bella y la bestia’ – quicir, no enseñar la cara transformada del protagonista – Miller hizo que , en esta resurrección de Elektra, la finura fuese de la mano de la ÉPICA. “Escala una montaña que no puede ser escalada…”. WOA, baby.

8. Ventanas a occidente (Felipe H. Cava, Raúl)

¡Y vamos a a por el más difícil todavía! ¡Emoción desde el culturetismo extremo! ¡Olvídense de dibujar caras de personajes que den penita, vamos al diseño gráfico radical!
En estos tiempos en los que vivimos, cada vez que algún amigo del PSOE intenta meterme en vereda para que no despelleje sin piedad el ridículo derechista en el que se ha convertido su partido, lo que deberían decirme para cerrarme la boca sería: “Gracias a Tierno Galván, el cómic español conoció lo más jlorioso de su historia: la revista Madriz”. Y tendrían tanta razón que cerraría la boca (lo de votar a Pedro Sánchez o a doña Cruzcampo – sí, esa cosa que consumen en Andalucía pero que provoca vómitos pasado Despeñaperros – ya es más jodido).
La colección de genios de la ilustración y el diseño gráfico que reunió esa revista hizo que Alan Moore, en su día, se molestase en viajar a Madrid para comprar tres colecciones completas que regaló a unos Neil Gaiman, Grant Morrison y Dave McKean que se quedaron atónitos (Y, sí, es una pena que nunca llegásemos a ver ese Sandman dibujado por Federico del Barrio).
Muchos años después del cierre de la revista, el mejor guionista que jamás conociere el cómic esP-P-P-Pañol siguió manteniendo su capacidad para lograr alguna subvención por aquí y por allá para seguir haciendo obras maestras sin que nadie se enterase (ni siquiera la caverna para ponerlo a parir). Una jugada fue la de convertir su cómic ‘Ventanas a occidente’ en una exposición para poder sacar un “catálogo” que… voilà! ¡Se convertía ej el álbum!
Si fui de los pocos freaks que se hizo con un catálogo de la exposición fue porque, por aquella época, Hernández Cava era un asiduo visitante de mi colegio mayor universitario cada vez que organizábamos las jornadas de cómic (y, de nuevo, NO pongo una foto mía con él porque no quiero echar por tierra tantos años de esfuerzo de mi señora por intentar lograr que tuviese un look de ser humano).
Cuando una caterva de frikis fanboys nos plantamos en la exposición, en claro desentone con encorbatados y demás personas que no habían leído un tebeo en su vida, los seguratas nos miraron con la típica expresión de “¿Estos parias acaban de ver que hay canapés a través del cristal y se apuntan a cenar gratis?”. Ante su borderío, entramos haciendo una erudición de cómic que hasta Sheldon Cooper nos reprobaría el no saber vivir en democracia. Porque ningún segurata tendría que aguantarnos hablando de los tebeos comunistoides que Felipe hacía en los 70.
Nuestra mala leche se extendía a recriminar a las personas que estaban ojeando los originales ¡empezando por el final! “Disculpe, pero esto no es un manga, hay que empezar por la sala de la izquierda” sería otra de las frases que provocarían vergüenza ajena a Sheldon.

Pero, cuando llegó el momento de leer una de las historias de ese tebeo, la del matemático ruso, desaparecieron todas las ganas de cachondeo. Por supuesto, con la aparición de EL tema. Con esos dibujos esquemáticos, de repetición de patrones de imprenta casi, la historia se adentraba en la reacción del pobre protagonista por la muerte de su mujer hasta llegar a su climático final: “¿Ve estas fómulas? … He hecho unos cálculos. Y vea… El más allá existe. Está ahí. Comprobado. Existe. ¿Y sabe qué? Anastasia Nikolaevna y yo volveremos a reunirmos”.
Iba con la idea de hincharme a canapés después de ver la exposición, pero no pude probar ninguno.

7. Madrid te quiero (Forges)

Ahora muchos dirán que si esto es humorismo gráfico y no cómic. Pero es un hecho que todos los finstros que acabamos devorando tebeos nos tragábamos aquellos chistes que no entendíamos de señores que se llamaban Romerales y que terminaban sus parlamentos con “Oh. Ah. Proclamo”. Y experimentábamos una extraña fascinación que anunciaba que seríamos unos freaks terminales toda nuestra existencia. Y que ‘La historia de Aquí’ sería nuestro libro de historia de EsP-P-P-Paña hasta el final.

En esta ocasión, en su viñeta de El País, creo que Forges dio el do de pecho. Todos recordaremos qué fue lo que hicimos a lo largo del 11 de marzo, e incluso de historia de ente vlog hubiese sido muy distinta si Paco no fuese una persona tan formal que NUNCA llega tarde a su tren de cercanías en Atocha dirección a Tres Cantos. Pero una de las cosas que más recuerdo de aquel día, más que la repugnante reacción de Aznar, fue cómo se comportó la gente inmediatamente después de las explosiones. Cómo en un tiempo récord se había donado toda la sangre necesaria y mucho más. Cómo, de repente, me sentí parte de una ciudad que, aquel día, estaba mil peldaños por encima de cualquier otra del planeta.
Y Forges lo capturó de maravilla con un sencillo “Madrid, te quiero” que corée con fuerza sintiéndome madrileiro del todo. Si la historia de los Sinshen Gumi de Tezuka pudo darme la incertidumbre del emigrante, una sola viñeta de Forges la barrió del mapa. Y así hasta hoy.
Oh, ah, proclamo.

6. V de Vendetta (Alan Moore, David Lloyd)

Durante muchos años, y muchos años antes de que existiesen los podcast, participé en el único programa radiofónico de cómics que se hacía en toda Ghalisia: ‘Arte Alfa’, comandado por el jran Carlos Portela, maestro y mentor.
Todo el frikismo allí destilado terminábamos el programa haciendo una tertulia en el café Ecos: un antro abierto toda la noche, con todas las implicaciones que ello tenía. Viejas que entraban levantándose las faldas y enseñándolo todo, extrañas propinas de cuarenta mil pesetas, viejunas jugando a las tragaperras mientras le decían a la máquina “Aghomita todo o que teñas, porca”…

En esas tertulias había una serie de nombres que solo se pronunciaban como si estuviésemos en la Santa Misa: Will Eisner, Jack Kirby, Jim Steranko… Y, por supuesto, Alan Moore. Y algo que teníamos todos muy claro era que, pese a la brillantez estilística de maravillas como Miracleman, Watchmen o From Hell, lo realmente Jrande de Alan era el ‘V de Vendetta’, porque era su única obra escrita de verdad con las tripas. Y, de entre todas sus páginas para la historia, esa carta de la prisión destacaba con contundencia. No voy a ser tan pretencioso de ponerle adjetivos cuando es más fácil leerla. Si alguien me dice “¡Es larga!” que se prepare para lo que voy a hacerle, uno a uno, con los diez comic books enrollados de ‘V de Vendetta’.
“Sé que no hay forma de convencerte de que este no es otro de sus trucos. Pero no importa. Yo soy Yo.

Mi nombre es Valerie. No creo que vaya a vivir por mucho más tiempo, y quise contarle a alguien mi historia. Esta es la única autobiografía que escribiré y –Dios- la estoy escribiendo en papel higiénico.

Nací en Nottingham en 1985. No recuerdo mucho de esos años. Pero sí recuerdo la lluvia. Mi abuela tenía una granja en Tottlebrook, y solía decirme que Dios estaba en la lluvia.

Terminé la primaria y fui a un instituto para chicas. Ahí conocí a mi primera novia. Su nombre era Sarah. Recuerdo sus muñecas –eran preciosas-. Pensé que nos amaríamos por siempre. Recuerdo a nuestra maestra diciéndonos que era una fase adolescente y que lo olvidaríamos.

Sarah lo hizo.

Yo no.

En 2002 me enamoré de una chica llamada Christina. Ese año se los dije a mis padres. No podría haberlo hecho sin Chris sosteniéndome la mano.

Mi padre no podía mirarme. Me dijo que me fuera y que nunca más volviera. Mi madre no dijo nada.

Solo les dije la verdad. ¿Fuí tan egoísta? 

Nuestra integridad vale tan poco, pero es todo lo que realmente tenemos. Es el último centímetro que nos queda de nosotros. Y sí guardamos ese centímetro… Somos libres.

Siempre supe qué es lo que quería hacer con mi vida, y en 2015 comencé mi primer film: Las Salinas.

Fue el papel más importante de mi vida. No para mi carrera, sino porque fue allí donde conocí a Ruth. La primera vez que la besé, supe que nunca más querría besar otros labios que no fueran los suyos.

Nos mudamos a un pequeño apartamento en Londres. Plantamos rosas escarlatas en nuestro balcón, y la casa siempre olía a rosas.

Esos fueron lo mejores años de mi vida.

Pero la guerra de Estados Unidos se puso peor y peor y llegó a Londres.

Después de eso no hubo más rosas, nunca más. Para nadie.

Recuerdo como las palabras comenzaron a cambiar. Palabras desconocidas como “colateral” y “entrega” se volvieron aterradoras. Mientras que otras como “fuego nórdico” y “artículos de lealtad” comenzaron a cobrar poder.

R e c u e r d o  q u e    Diferente    p a s ó  a  s i g n i f i c a r     Peligroso.

Todavía no puedo entender por qué nos odian tanto.

Se llevaron a Ruth cuando estaba comprando comida. Nunca lloré tanto en toda mi vida. No tardaron mucho en venir por mí.

Es extraño que tenga que pasar el final de mi vida en un lugar tan horrible.

Pero por 3 años tuve rosas. Y no tuve que arrodillarme ante nadie.

Moriré aquí. Cada centímetro perecerá. Cada centímetro.

Salvo uno.

Un centímetro.

Es pequeño y frágil y es la única cosa en el mundo que me pertenece. Nunca debemos perderlo o dejarlo. No debemos dejar nunca que nos lo quiten.

Espero, seas quién seas, que escapes de este lugar. Espero que el mundo cambie y las cosas se mejoren.

Pero lo que más quiero es que entiendas lo que quiero decir cuando te digo que, aunque no te conozca, y aunque puede que nunca llegue a conocerte, a reír contigo, a llorar contigo, a besarte: TE AMO.

Con todo mi corazón.

TE AMO.

Valerie”
Recuerdo una de esas noches en el Ecos que un chino se acercó a nuestra mesa a vendernos rosas. “¿Pero tú has visto el campo de nabos freak que estamos aquí reunidos? ¡Pervertido!” fue una réplica que se le hizo. Creo, sin embargo, que si todos tuviésemos reciente esa carta en vez del tebeo de Rob Liefeld que hubiésemos despellejado esa tarde en la radio, alguien se hubiese animado a comprarle una rosa.

5. Persépolis (Marjane Satrapi)

Si no has leído la novela gráfica que debería considerarse sin mayores problemas como uno de los diez mejores tebeos ever – o, en su defecto, visto su soberbia adaptación al cine – ¡HAZLO YA! ‘Persépolis’ fue una de esas obras que demostraba que uno podía hacerse mayor y seguir leyendo grandes tebeos sin tener que obligarse a pensar que el chorridebate político de ‘Civil War’ era el no va más de la profundidad.
Aún más: ‘Persépolis’ demostró que el ser “adulto” retratando una historia tan terrible como el ascenso de los Allatolahs – por favor, canturren la canción de Siniestro Total aquí – no tenía que hacerse desde la biempensancia o el aburrimiento de los horribles tebeos de Joe Sacco. Antes bien, Marjane Satrapi, no dudaba en usar recursos más propios de Bridget Jones que de las “obras concienciadas” coñazo. ¡Porque ella era una muchacha joven cuando todo aquel pifostio! Inolvidable su reflexión sobre el hecho de haber sobrevivido a atrocidades en su país y que, sin embargo, hubiese terminado durmiendo en la calle en Europa mientras cogía colillas del suelo… ¡porque un muchacho había pasado de su culo! Esos son los detalles de calidad que diferencian a los artistas máximos de aquellos que escriben sobre teoría de género en eldiario.es.

Por supuesto, a través de esa humanidad y esa verdad, las hostias terminan llegándote de forma más efectiva: el momento en el que ese entrañable señor marxista con bigotón, ilusionado por la revolución que tumbaba al Sha de Persia, se encuentra que los que suben son unos fanáticos religiosos que terminan cepillándoselo es especialmente terrible. Pero si tengo que quedarme con un instante de ‘Persépolis’, es con otro de bigotón (porque esto no sería un post de Vicisitud y Sordidez si no hubiese un bigotón destacado). Es una frase demoledora que no está en la película, y debería.

“La revolución nos ha hecho retroceder cincuenta años. Harán falta generaciones antes de que todo esto evolucione. Tú solo tienes una vida. Es tu deber vivirla lo mejor que puedas”.

Esa libertad al dejar su país, claro, tiene un precio. Como no volver a ver a su abuela nunca más, o el escuchar a una madre decir “El Irán de hoy no es para ti. ¡Nunca vuelvas!”. Todo en el mismo tebeo en el que no faltan escenas de aerobic, depilación y de ver al  padre y la madre de la protagonista descoser su abrigo para poder traerle a la hija un poster de Iron Maiden de estrangis.

Porque toda vida plena y con valor tiene que empezar con un poster de Maiden en tu habitación. Y, desgraciadamente, tiene que continuar sabiendo que vas a perder mucho por el camino.

4. El almanaque de mi padre (Jiro Taniguchi)

“Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”

Gabriel García Márquez
Nos acercamos al final de esta lista: ya solo queda la artillería pesada. Y Jiro Taniguchi lo hizo en su obra maestra con la historia más sencilla y empatizable de toda esta lista: la muerte de un padre.  Sin aspavientos, sin apenas levantar la voz, el protagonista Youchi regresa a su pueblo natal en un viaje al pasado en el que irá descubriendo la figura de una persona a la que nunca llegó a conocer del todo. A la vez que experimentando una gran culpabilidad por haberse distanciado de sus raíces.
Decir que, tras leer mangas como éste, uno quiere cogerse el primer avión a Vigo para hacer con la gloria de su padre treinta mil vídeos, empezando por uno largamente pospuesto del sector naval, es quedarse corto.

Pero donde Taniguchi conoce la gloria máxima es con las dos primeras páginas. “Cuando pienso en mi pueblo, siempre me viene a la mente la misma escena. Era a primeras horas de la tarde de principios de primavera. Yo todavía era pequeño y jugaba sentado en el suelo de la barbería de mi padre. El suelo inundado de sol era cálido y acogedor. Yo todavía recuerdo aquel momento como el más feliz de mi infancia”.

En ente vlog siempre hemos defendido a los one hit wonders – especialmente los que mostraban su talento a través del Hard Casio – porque, en el arte, llega con haber hecho una sola cosa bien en tu vida. No es el caso de Jiro Taniguchi, con varias obras maestras a su espalda, pero si solo hubiese hecho esa viñeta habría cumplido de sobra. Con ese suelo inundado de sol, logró, desde el arranque de ‘El almanaque de mi padre’, hacernos entender la pérdida de una forma que nadie jamás logró ni logrará. Y por delante quedaban muchísimas páginas en las que, pasase lo que pasase, ya no se podría parar de llorar.


3. Ayako (Osamu Tezuka)

¡Volvemos con el dios del manga! ¡O el dios de todo lo que quieran ustedes! Podría haber hecho, como me dijo Paco, toda esta lista con obras del jran Osamu: esa tristeza del personaje de Romi en ‘Fénix’, ese drama sostenido y desaforado de ‘Adolf’, esa carrera por la cuesta de los trescientos en ‘El árbol que da sombra’, ese perro homosexual oliendo constantemente paquetes de señores en ‘Nanairo Inko’, estooo… Pero, por una mera cuestión de respeto al esfuerzo de Tezuka a la hora de hundirnos en la miseria con el dramón más absoluto que jamás saliera de sus plumillas, está claro que hay que elegir ‘Ayako’.

Enta ovra es una combinación de thriller político y melodrama rural en el Japón de la posguerra. Un señor page turner (recuerden hacer el gesto al revés, que es de los mangas que se publican para leer de derecha a izquierda). ‘Ayako’ cuenta la historia de una familia tan desestructurada que convertiría los esfuerzos de toda la historia de la televisión por cable americana – y cualquier serie inglesa: ese país es un puro desastre humano – en una ilustración de conejitos de Beatrix Potter. Esta familia participa, de una forma u otra, en toda la reconstrucción de un país para el que la derrota y aniquilación puede haber supuesto una bendición. Porque, sí, Hiroshima y Nagasaki eran algo liviano al lado de la dictadura militar japonesa. Incluso el gobierno títere impuesto por Estados Unidos lo era.
En esos momentos difíciles, Tezuka recurre a una metáfora tan simple como eficaz. Superior incluso al uso de los dinosaurios que introducía Carlos Saura en sus películas. Dicha metáfora es el Japón que puede nacer tras esa guerra encarnado en la monísima niña Ayako. Porque nadie ha dibujado ni dibujará cosas monas mejor que Tezuka.

Por si quedaban dudas: están las cosas monas y luego… está ‘Unico’.

Y, por supuesto… ¡menuda la que le espera a toda la niña teniendo que lidiar con la herencia de un país ponzoñoso! Solo conozco a dos personas que hayan terminado de leer ‘Ayako’ después de ver toda la crueldad a la que es sometida esa niña encerrada en el ático de su casa. El resto tenían que abandonar por maltrato psicológico. Pero no esperen jamás maniqueísmos de Tezuka. No estamos ante un sádico que hace sufrir a una niña porque sí, sino ante un humanista que conoce demasiado bien la realidad (que absolutamente todos tus amigos mueran en la guerra ayuda). Si un momento terminó de derrumbarme dentro de esta obra maestra, posiblemente sería cuando a la niña le destruyen la ilusión de que, un día señalado, y solo por unos instantes, pueda abandonar su encierro. Y todo porque el chungo del abuelo (que, en incestuosa realidad, es su padre), que fue el que tuvo la idea, se pone enfermo. Comprendo que verla hablar con los pajaritos después de eso hace que cualquiera quiera cerrar el manga.

Pero harían mal, porque, con el paso de los años, la intensidad de la historia crece más que la disfuncional sexualidad de Ayako. O que el odio de Tezuka por esa parte de Japón que conviene extirpar cual miembro gangrenado (Osamu era médico: he knew best). ¿Cuál es el final de la obra? El que todos en vuestra furia deseáis para todos esos hijos de puta que no sean Ayako.

2. The Dreamer (Will Eisner)

Durante muchos años, un servidor de ustedes y la caterva de freaks con los que se reunía a hablar de tebeos, no nos planteábamos el debate sobre si hay que escribir “Dios” con mayúsculas o “dios” con minúsculas. Simplemente, había que decir “Will Eisner”. Claro que también lo decíamos mientras maquinábamos planes como ir al Salón del Cómic de Barcelona para secuestrar a Stan Lee y que nos montase un pedazo de editorial de tebeos en Ghalisia. La forma de abordarlo era impecable: “Stan, this is licor café. Drink! Drink! Excelsior!”.

Que fracasásemos no quita la verdad evidente de que Will Eisner, después de Tezuka, era Dios. Podría haber elegido cientos de momentos de entre sus obras maestras. Cosas evidentes como la historieta de Gerald Shnoble en The Spirit, el arranque de ‘Contrato con Dios’, en el que una lluvia torrencial en Nueva York llora por el protagonista la muerte de su hija (Eisner acababa de perder a la suya hacía muy poco), o incluso la historia de Gilda Green que me hizo amar los adifisios satánicos en su obra ‘El edificio’.
Pero, tal vez, por amor a los tebeos, tenga que quedarme con su historia autobiográfica ‘El soñador’. En ella vemos como en cuartuchos inmundos se reunían genios para dibujar pulps a los que nadie tenía respeto. Pero ahí estaban el propio Will, Harold Foster, Milton Caniff, Bob Kane… Pocas veces habría habido tanto talento junto en una habitación (una casa en la calle Cervantes de Madrid es lo único que se me ocurre a la altura). Y, sobre todo, tantos sueños y ganas de malvivir por un medio que nunca sería considerado un arte mayor.

Por eso siempre querré más a un dibujante de tebeos que a un cineasta, un músico o un escritor. Y por eso ese final, en el que un Eisner al humilde principio de su gigantesca carrera lee una galleta de la fortuna que dice “Tendrás suerte en todo lo que elijas” no deja de estremecerme. Sobre todo sabiendo que se arriesga a luchar por su sueño justo en el momento que arranca la Segunda Guerra Mundial. Y, ante toda esa adversidad que se le viene encima, ahí seguía esa sonrisa y esa lucha para que, muchísimos años después, un puñado de frikis tuviésemos todos sus álbumes en la biblioteca. Una colección de novelas gráficas con las que decir al mundo de la gran cultura que allí había más genialidad, arte, tripas y lágrimas que un muchas cosas llamadas obras maestras con mucho menos mérito.

Qué carallo, aún recuerdo cuando mi amigo Manolo me mandó un SMS el día que Eisner murió. Por algún motivo me puse a leer ‘Al corazón de la tormenta’, uno de sus grandes tebeos autobiográficos, y sólo con ver el dibujo de su cara ilusionada, dispuesta a hacer frente a todas las dificultades, en las primeras viñetas, tuve que dejar de leer inmediatamente. Creo que no he podido abrir otra vez ningún álbum suyo.

1. Black Jack (Osamu Tezuka)

El mejor cirujano del mundo, Black Jack, tiene que operar a una mujer con un quiste gigantesco. Durante la operación, descubre que dicho quiste, en realidad, contiene a la hermana gemela de la paciente, que no llegó a desarrollarse en el útero. Con una técnica sobrehumana, logra extraer todos sus órganos y colocarlos dentro de un robot con forma de niña monísima, a la cual pone por nombre Pinoko. Lo primero que hace la niña es ir junto su hermana recién operada y saltar encima de ella insultándola diciendo que casi muere por su culpa. Una vez la hermana huye, la niña se queda a vivir con el doctor, diciéndole que aunque la haya diseñado como una niña de dos años ella, en realidad, tiene dieciocho y quiere relaciones con él.

Es un manga para niños.
Japón, claro.

Por supuesto, con el personaje de la niña Pinoko, Tezuka logró LA destilación definitiva de todo el cuteness japonés. Cualquier monería que se hiciese después, invariablemente, terminaría pareciendo
algo ‘Rita Barberá le chupa de su barbilla un grano de paella a Arévalo’.

q.e.d.
Uno de los aspectos más cómicos de ‘Black Jack’ es escuchar a Pinoko repetir una y otra vez “¡Tengo dieciocho añoz! ¡Zoy la mujed del doctod!”. Pero, realmente, a poco que se piense, hay muy poco de chiste: Black Jack, por sus santos huevos y su santo bisturí, ha decidido que muchos años de la vida de Pinoko pues que… no cuentan. “Podríaz habdme hecho como ezaz modeloz de laz reviztaz…” le dice en alguna ocasión, mientras siguen viviendo una vida en soledad y fuera de la ley (Black Jack no tiene licencia).
Pero si hay algo reprobable en esta serie de historias cortas (muchas de las cuales les van a crear un trauma, créanme, especialmente la del accidente del autobús infantil) es el momento en el que Black Jack dice unas palabras que, como lector de tebeos, me seguirán reconcomiendo siempre:
“Pinoko, vas a ser adoptada”.
Ahora, vean esta carica e intenten olvidarla.

Me ha temblado la mano a la hora de sacar el tomo para hacerle la foto, y no por su tamaño.

Y estos son catorce tebeos en la vida de un lector empedernido del noveno arte. Y que seguirá siéndolo por mucho tiempo. Para que algo te acompañe toda tu vida, tiene que hacerlo en todos los momentos, y estas obras llegan a sitios que el Batman de Neal Adams no alcanza, qué quieren. Y ahora llega el momento de extender el psicodrama, porque sin compartir no hay psicodrama: ¿Cuáles son los suyos?

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