Guías turísticas para sórdidos: Islas Feroe

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Normalmente se suele llamar ‘turismo alternativo’ ir a lugares como el Zimbaue o Tailandia. No, joer, no. Eso es lo que yo llamo ‘turismo de mosquitos y cagar en agujeros en el suelo’ o ‘Turismo de mirar dos veces en la maleta a ver si te han metido droga’. El verdadero freak sabe que el sol quema, que al tercer mundo es mejor no acercarse ni con armadura berserker +50 y que la cagalera siempre está a la vuelta de la esquina. Además: estos países suelen de hecho ser destinos turísticos populares.

El sórdido aguerrido debe buscar sitios a los que no vaya casi nadie y que no impliquen riesgo de ser raptado por grupos terroristas. Ése es el turismo alternativo que yo defiendo porque aprecio mi vida y la necesidad de no te roben en cuanto te alejes del grupo principal. O, si estás en el centro de Parchelona, que te roben aunque estés rodeado de gente y una muralla con foso de cinco metros de hondo. Con cocodrilos mutantes con ametralladoras. Te van a robar la cartera y lo sabes.

Dentro de esa teoría de visitar destinos turísticos inesperados pero civilizados, podría haber ido a Albacete. Pero allí hace mucho calor, por lo que estas vacaciones me decanté por las Islas Feroe. Antes conocidas como ‘El punching ball de la selección de Clemente’. El desconocimiento de la situación geográfica de ese lugar es tal que me dediqué todo junio a decir que me iba a ‘un sitio en medio del Atlántico Norte’. La gente asumía que era Islandia, las Shetland o la Atlántida. Porque, ¿qué puñetas son unas Feroe?

Pues mirad: si echáis a nadar desde la costa norte de Escocia en dirección al polo norte, os moriréis en cosa de una hora. Que estáis tontos. Mejor coged un avión en Barcelona y llegaréis a un aeropuerto con pista isleña de esas de pabernosmatao a medio camino entre Noruega e Islandia.

¿Qué hay en las Feroe? Muy sencillo: prados verdes con cagarrutas de oveja (el nombre danés significa ‘Isla de los Corderos y sus deposiciónes’), acantilados, montañas, pájaros marinos, un puñado de casas mal contadas y 143 árboles en todo el territorio. Todos en el parque de la capital y un par de casas pijas. ¿Qué significa eso? Está claro: que si quieres mear, no tienes protección arbórea frente a miradas indiscretas.

Más pelao que Don Limpio preparándose para el Orgullo Gay.

Lo primero que ha de saber el turista aguerrido es justo eso: que mear se pone complicado si eres pudoroso. Si estás en carretera, te van a ver el chorrito. Si llegas a un pueblo buscarás un bar para excretar. Lo seguirás buscando. A los 5 minutos (que es lo que se tarda en recorrer el 90% de los asentamientos de las islas) llegarás sobrecogido a una revelación:

NO HAY BARES.

Pero ninguno. Cero. Nada. Niente. Rian.

Por eso, en los supermercados y en las entradas de algunas agrupaciones de casas (porque me niego a llamar algo sin plaza central con bar de viejos ‘pueblo’) puedes encontrar retretes públicos bastante limpios. No sé si porque allí son pulcros o porque las bacterias directamente no sobreviven al frío que hace en esas latitudes por aquello de estar cerca del Ártico.

En la capital y alguna población suelta (POCAS) sí que puedes tomar una cerveza en algunos cafés-restaurantes. Lo de comer es más jodido. Si no estás en Tórshavn (Puerto de Thor, lo cual hace que sea el nombre de capital más cojonudo de todo el mundo y único que se debería usar jugando al rol), lo mejor es ir a un supermercado, porque puedes olvidarte de encontrar nada más allá de algún bistro suelto con precios que deberían incluir un buttplug para ir preparando el pago. En la gran metrópolis de 12.000 habitantes tienes tres opciones: o probar la cocina local en uno de los cuatro restaurante pijillos una vez has comprobado el balance de tu cuenta de ahorro y llamado a Cofidis, intentar ir al japonés siempre lleno del centro o pizza. Mucha pizza. ¿Restaurantes italianos? Sí, por favor. ¿Take Away con una de champiñones y pepperoni? Dame más.

En el centro comercial saben que si tomas un café, es por un motivo. Son muy utilitaristas.

Yo opté por comer todos los días hamburguesa congelada en el restaurante del hotel. Para no ponerme trofollo con esa dieta, dedicaba las mañanas a senderismo hardcore y sudar la camiseta térmica frente a 50 nudos de agradable brisa marina que te puede tirar por un acantilado.

Para ayudar a los 200 visitantes que rondan por ahí como máximo (que casi no dejan dinero en las islas porque, no sé si lo he dicho ya, NO HAY BARES EN DONDE GASTAR), la oficina de turismo tiene una guía muy simpática de senderismo. Pronto descubrí que no había que tomársela a la ligera.

Fue al segundo día, cuando veo que hay un camino de tres horas que lleva a la cima de la montaña más alta del archipiélago. “Sigue el camino recto desde el parking, gira a la derecha a través de una valla a los 40 minutos y sigue a la cima”. Yo seguí el camino 40 minutos, saltando carneros. A eso de la hora, por una pendiente sísifica, el camino se fue a tomar por culo. Quedaba sólo básicamente escalar con las manos intentando averiguar si ese hundilón era un sendero, un arroyo, un paso de cabras o estabas viendo alucinaciones por el esfuerzo. Acojonado y pensando que la bajada sería rodando y con rotura de cráneo, miré la guía:

“SUITABLE FOR CHILDREN”

Y, efectivamente, tras vérmelas con piedras resbaladizas,  rocas puntiagudas y pendientes de 70 grados, entre jadeos y mientras sacaba casualmente brillo del bazo que había expulsado vía oral, allí en la cima, a 800 metros en el filo de un barranco, grupos de niños jugando.

Niño feroés de 8 años saltándose la primera comunión para hacer unos sacrificios de sangre a Odín.

Serán las pizzas. Yo qué sé. El caso es que, a partir de ese día, cuando leía que un camino era ‘adecuado para niños aunque hay que tener cuidado en tal o cual parte del recorrido’, yo ya sabía que lo que quería decir era algo así como ‘¡Puto turista continental! ¡Prepárate a pasar por el décimo nivel del sufrimiento!’

Lo malo es que recorrer caminos rurales es básicamente lo único que pude hacer por allí. Quizá podría haber disfrutado de la vida nocturna y animada escena musical de las islas. Hay una tienda de discos y sólo tiene grupos locales, lo cual, viendo las posibilidades de ocio y que la temperatura media es de 6 grados, es totalmente lógico. Pero estaba demasiado ocupado volviendo a meter mi bazo en su sitio tras todo el día trotando y exhibiendo mi colita por los prados. Lo normal era encerrarme en mi habitación, mirar como oscurecía, comprobar que no oscurecía, cerrar las cortinas (porque no han descubierto el invento de las persianas) y abrir los ojos a las 4 de la mañana cuando el sol te da directamente en los párpados. O, alternativamente, a las 3 cuando, de repente, de no haber nadie en la calle, surgen espontáneamente 20 chavales gritando.

Noche cerrada y juerga… no

Porque allí no pasea nadie. A veces se ven señoras con carritos de bebé que se mueven como un soldado haciendo guardia: 20 metros hacia un lado y vuelta atrás. Pensé que, a la vista de la ausencia de bares y de que la sala de fiestas del pueblo abre tarde, la gente estaría, bien comiendo pizza, bien en el cine.

Pues no. Me metí a ver Cazafantasmas, apenas éramos 20 en la sala y no era, como podríais pensar, por el terrible boca a oreja de la cinta, dado que llevaba sólo un día en cartel. Digo ‘cartel’ a nivel metafórico, porque no había ni uno anunciando la película en el cine. De hecho, el edificio ni siquiera tenía el nombre de las salas, sino de, efectivamente, UNA PIZZERÍA. Lo más reseñable de la tarde palomitera, aparte de lo mucho que pone Kate Mckinnon lamiendo pistolas, fue que, a eso de que Melissa y Kristen dijeran lo de “Let’s go” a la vez, la pantalla se apagó. “También es mala suerte”- pensó el inocente Paco. Miré a mi alrededor y la gente no reaccionaba airada. Más bien se pusieron los abrigos, cogieron los pitillos y se fueron a la calle. Efectivamente: un descanso en la era en la que no hay que cambiar ya bobinas. ¿Es que ni siquiera una visita al cine en este país del primer mundo podía ser normal?

No, joer. Porque tampoco es normal moverse entre las islas. Recordemos que la tesis que defiende este artículo es que es divertido ir a lugares no turísticos en los que además no te de cagalera. Desde luego, no con el agua del grifo, que es la mejor que he bebido en mi vida. Seguro que se haría una buena cerveza local con ella si pudiera pagarla y hubiera encontrado un bar en el que la sirvieran. El caso es que cualquier otro sitio con tanto fiordo y acantilado majestuoso que hace que te sientas pequeño, insignificante, gilipollas y de derechas tendría el tema de transporte más orientado al turismo. Pues no. El principal problema es que la mitad de los días va a llover o hacer marejada. Yo tuve suerte y sólo me tocaron dos jornadas de temporal. Pero intentar coger un ferry es una odisea. No sólo porque no está señalizado NADA en los puertos, sino porque, para cuando te enteras por internet de los horarios (al césar lo que es del césar: wifi gratis por todas partes y cobertura hasta en la punta de la isla más perdida), apenas sale un barco a primera hora de la mañana y fin. Ir a la isla sur es un deporte de riesgo, porque con un único ferry de vuelta a las 18:30, si te quedas en tierra por tardanza, overbooking o temporal, más te vale llevar una tienda de campaña. Una tienda de campaña con paredes de piedra y cimientos.

Moverse por túneles es curioso: entre la isla del aeropuerto y las dos principales y éstas y la de la segunda ciudad más grande hay pasajes subacuáticos, bien a oscuras para recordarte que la vida es triste y ominosa, bien con luces de after en Ibiza.

No todo en la isla es verde y negro. El túnel a Klaksvik es diviiiiino

Ambos, esenciales para que el turista pueda ver algo más de lo que se recorre fácilmente en dos días, cuestan 15 eurazos cada vez que los cruzas. Seas guiri o local. Lo cual refuerza mi teoría de que los feroreses sólo salen de sus casas para comprar pizza o tocar música con sus amigos (en serio: calculé que el 30% de la población está en un grupo o es familiar directo de un miembro de uno) o, además de interpretar canciones, prepararse para asaltar con drakkars las islas vecinas:

El único grupo famoso del casi-país es de metal vikingo. Viendo a los niños saltar por terraplenes, no me extraña.

Por lo tanto, si no quieres pagar 30 euros para ir a otra isla ni ir al cine a ver mi gran decepción con nuestro amado Paul Feig ni comer en un italiano… ¿Acaso no hay algún museo?

Pues sí. Si lo encuentras.

Porque, en su maravillosa y peculiar forma de entender el turismo, el museo nacional de historia y naturaleza está, como es obvio, en una nave industrial satánica de cemento en una pedanía en las afueras de la capital al lado de concesionarios de coches.

¿Museo o economato del pueblo? ¿O quizá ambas cosas?

En una isla sin apenas edificios de más de dos pisos, con casas de base de piedra y revestimiento de madera pintada con colorines, el museo que debe representar para el visitante la esencia de la nación parece por fuera el lugar en el que un grupo de mafiosos se escondería tras un atraco para cortar orejas y hacer un mexican stand off.

Pero, Paka, diréis: por este texto parece que no te lo has pasado bien. En absoluto, respondo. Ha sido maravilloso. Campo, fresquito y nada del estrés de otros sitios turísticos, con sus colas en los lugares más visitados. Feck: la gran atracción es una isla llamada Mykines que está llena de pájaros frailecillos, y apenas éramos 40 personas en el barco (uno al día, obviamente).

Descansando tras escapar de una gaviota asesina que le quería robar el pescado.

Así que la próxima vez que leáis que algún equipo europeo se enfrenta a Islas Feroe (en el pueblo más inesperado te encontrabas un campo de fútbol), ya sabréis a qué se refieren. También sabréis que se trata de uno de los mejores destinos turísticos que existen para trotar por el campo, mear con todo el mundo viéndote y NO beber en bares ni socializar con persona alguna. Ideal para descansar del estrés, gastar una absurda cantidad de dinero y, si eres mujer, no tener que aguantar a hordas de turistas italianos metiendo ficha sin parar como en el resto de países del norte de Europa.

Sabes que estás feliz cuando posas para una foto como un maricón y te da igual.

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