Mis vicisitudes como just another Manic Pixie Dream Girl

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4.5
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Aquí Paco Fox:
Una nueva colaboración. En el último mes we are on a roll. En este caso, se trata de la madrina del blog. La persona que inspiró la existencia de esta web y la reina absoluta de las vicisitudes. Pero absoluta. El día que decida hacer un libro autobiográfico será aquel en el que por fin alguien venza en vergüenza ajena a Paul Feig y su mítico Superstud. Os dejo con HERMANASTRA:

Disclaimer: no se parece a Hermanastra. De entrada, a Hermanastra no dan ganas de fostiarla.

Yo tenía un blog extinto en bitácoras. Era un blog simpático en el que, con gran obstinación, iba
volcando las distintas vicisitudes que me acometían. ¿Por qué? Catarsis. ¿Por qué dejé de hacerlo? Porque llegó un momento en el que ni el humor era suficiente -a todos suele llegarnos ese momento en el que el humor no es suficiente-. De tanto poner al mal tiempo buena cara, se me iba a quedar cara de imbécil. Y lo dejé. Y muy contenta que estoy.

Aun así, una nerda es una nerda es una nerda es una nerda, y la vicisutud y yo hemos seguido conformando un tándem imbatible. Sólo había una cosa que pudiera hacerme compartir de nuevo mis miserias con el universo, y ese algo es mi amigo Paco (tan insistente en mi vida como la vicisitud misma). Cuando Paco Fox leyó por primera vez El diario de Bridget Jones -¿leyó? ¿POR PRIMERA VEZ?- pensó: ‘Esta tipa es una tibia aprendiz comparada con mi amiga hermanastra’. Y
no sé si tenía o no razón, pero aquí estoy, dispuesta a hacer un compendio de mis mayores momentos de ignomia para solaz de los lectores, y del propio Fox.

Comencemos:

1.- Mis vicisitudes vecinales

Los hacedores de este blog sienten un cariño especial hacia mis bragas-tanga de corazoncitos. No mal entiendan. Fue un pequeño incidente con dicha prenda lo que les inspiró la creación de este rincón brillante en delirios. Les cuento: una finca de doce puertas, zona comunal para tender en la azotea, braguitas de corazones rosas que desaparecen,braguitas que vuelven a aparecer, colgadas en el pomo de mi puerta, una semana después. ¿Por qué de entre todas las puertas la conclusión (certera) fue que esas bragas eran mías? ¿Por qué una semana después? ¿Qué pasó en el entreacto con mis braguitas? EN ese justo momento de bochorno y pasmo reside, señores, el origen-concepcion de esta Gran Ovra.

En honor a los prohombres que sustentan este edificio virtual, voy a contribuir al mismo con otra anécdota reciente de similares características. That´s real love.

2.- Mis vicisitudes con los autobuseros

Mediados de junio. Hermanastrafea sale, somnolienta, de hacerse unos análisis de sangre. Hora criminal para hermanastra, hermanastra zombie. Los intentos frustrados han dejado un brazo medio tonto, con la vena rota, hay que tenerlo un ratillo estirado. En el brazo sano, una carpeta (contundente) con el historial médico. Camino por la principal (y casi única) avenida de mi ciudad natal en hora punta. Llevo una de esas faldas indias que van sujetas sólopor un nudo. El cierre del bolso se engancha a la lazada y la falda cae.

Recordemos que iba zombie. Transcurren dos o tres segundos de un frescor inquietante. Mente zombie piensa: ‘Esto que noto en los tobillos, ¿no será la falda, verdad?’ Un rápido vistazo al hemisferio sur lo confirma. Es la falda. Rápida y languidamente -con ese actitud de ‘no, aquí no ha pasado nada, ¿qué ocurre, es que nunca han visto a una tipa en bragas caminar por la calle?’-, intento subirme el sari. Ortopédicamente, por supuesto, porque trato de no doblar el brazo con el codo masacrado y que no se me caigan, a la vez, los papales que llevo en la carpeta en el otro brazo -labor inútil, pues terminan desparramándose a mis pies-.
En ese momento justo -recordemos: hora punta- pasa un autobús por mi lado. De los grandes, de gusano. Y el condutor pita.
Sí, lo sé. El corte podría servir para anunciar ‘Desigual. La vida es chunga’.

3.- Mis vicisitudes médicas:

Incidente que me lleva a: médicos. Uno de mis temas favoritos. Para los médicos, soy un monstruo -y puede que también para la ciencia médica, pero esa es otra cuestión-. Mis males se han dedicado a maltratarme un poco bastante, un bastante con saña. Y yo he devuelto la hostia con fuerza. A lo que fuera. A lo primero que se movía. ‘Con Dios’, saludan las enfermeras cuando me ven al fin desfilar camino a casa. ‘Tanta paz lleves como paz dejas’. No es de extrañar. Ese otro yo monstruoso que me posee en la enfermedad es capaz de tirar los expedientes del puesto de enfermeras al suelo cuando paso en camilla porque la anestesia ha hecho mal efecto, no puedo mear y nadie me hace caso; puede vomitar  radiografías o informes por la puerta de la habitación -no le escatimes a
nadie, nunca, su dósis de morfina- o berrear sin descanso en plena noche. Toda la noche. Noche tras
noche. Cual esposa oculta en el ático: ‘¿Puedes dejar de gritar que te estamos matando? Estás asustando a los demás enfermos’. También he empleado otras tácticas. Por ejemplo, pasear cansinamente, arrastrando una percha de suero que chirria, delante de la puerta de las enfermeras. ‘No funciona, elefantito -me decían-. No mires así, no te vamos a quitar la sonda gástrica’.
(Voluntariamente, al menos, porque una mañana pegaron un tirón a la funda de almohada con la sonda prendida con esparatrapo. Se llevaron por delante almohada, media sonda, sangre, mucosa y creo que parte humores cerebrales, como dirían los antiguos).

La sonda gástrica ha sido siempre un coñazo. Especialmente, porque a veces te araña la garganta y no puedes hablar. Uno no puede evitar pensar que es un efecto secundario -el de tenerte muda, ensondada y pegada a la pared por un aspersor- que el personal médico tiende a no desestimar. En uno de mis lejanos ingresos, mis amigos, apiadados, me compraron una pizarra Vileda para que pudiera comunicarme sin problema. Lo cual terminó convirtiéndose en un espectáculo en sí mismo: una tipa muy cabreada, y muy impedida, escribiendo con letra convulsa en una pizarra con un Winnie The Pooh sonriente en la esquina afirmaciones como: ‘No llaméis a las enfermeras, me odian, sabéis que quieren matarme’. ‘No os riáis, no seáis cabrones’. ‘Por favor, ¿no os doy pena?’. ‘Iros a la mierda’. En ese momento, por ejemplo, podía llegar el médico y aportar a la escena (#truestory) declaraciones tan joviales como esta: ‘Vaya, qué energía, qué buen aspecto… ¡Cualquiera lo diría viendo las radiografías!’

4.- Mis vicisitudes amorosas:

Otro campo en el que mi torpeza y yo solemos destacar bastante es en el de las habilidades sociales. En muchas ocasiones, se juntan el hambre -la inutilidad intrínseca- con las ganas de comer -las poco amables circunstancias-. Por ejemplo. Encuentro de periodistas culturales en Sevilla. Justo la víspera, mi entonces novio (que vivía en Gafapastown) me llama para decirme que lo nuestro se había acabado, puede que con razón -lo que marcaba una diferencia con otras veces, que no había tenido siquiera el detalle de avisar-. Machacada a partes por la impotencia, el dolor y el arrepentimiento, decido pillar un avión en cuanto acabe el conciliábulo y colarme en sangre en su casa.  A ver si había alguna-oportunidad-por -pequeña-que-fuera-de-salvar-lo-nuestro. A drama queen no me gana nadie.

Si en general estos contubernios de colegas me resultan indiferentes cuando no insufribles, imaginen en esa situación, con mi mente en modo obsesivo y lacrimoso a full. Así pues, ahí tenemos a Hermanastrafea, lejos de todos (quiere estar lejos de todos), bebiendo y revolviendo panchitos con los dedos en la barra. Se acerca un tipo a pegar la hebra, deseoso por compartir con alguien los detalles de la Barcelona medieval. No escucho nada. Recuerdo muy difusamente algo relacionado con documentos mercantiles escritos en italiano. Mi cara de corcho debe ser importante porque el hombre termina preguntándome qué me pasa. Le suelto un somero: ‘Me han dejado y estoy hecha polvo. Mañana voy a defenestrarme cogiendo un avión para ver si tengo alguna opción’.
El tipo hace algunos comentarios amables. Le doy penica.

Al día siguiente, por supuesto, los dinámicos chicos de la intelectualidad catalana y yo coincidmos en el avión. El tipo amable y la menda se sientan juntos. A mí, la contención me llega ya a lo justito y, en cuanto el avión despega, el modo María Barranco-terrorista chiíta copa todo mi ser. Entre lágrimas, le confieso al pobre hombre lo mucho que «quiedo y quiedo» -mocos, mocos- al objeto de mi pesar y lo estupendo que es él, y lo estupendos que somos los dos, y lo injusto que sería que todo se acabara -el hombre le pide a la enfermera un vasito con agua, que bebo a atrangantás-. Me pregunta su nombre. Se lo digo con el apellido: ‘¿Charming? -por decir-. ¿Prince Charming? No jodas, yo le he dado clase’. ‘¿Ah, sí?’. ‘Sí… un chico majo, alto… escribía algo enreversado…’, ‘Sí, es él’, confirmo. ‘¡¿Charming?! -cada vez más escandalizado. ‘Que sí, cuerno’. ‘¿Tú y Charming?’, ‘Que sí, qué pasa’. ‘Que no sé… algo farragoso… atormentado’ ‘Pues a mí me gusta’.

Un rato después, los dinámicos chicos de la intelectualidad catalana intercambiaban unas palabras
junto a la cinta del equipaje.
-Y nada, que ha venido a ver si puede arreglarlo con el novio.
-Joder, ¿y si la deja tirada?
-Le he dicho que me llame, que hay sitio en casa.
-Ufff… hay gente suicida.
-Qué cosas.
-Hoy es la final de Liga, difícil para encontrar hotel.
-Pobreta.
-¿Estaba muy alterada esa chica, no?

5.- Mis vicisitudes paranormales:

Bien, habilidades sociales. Prosigamos. He de confesar que la mitad de mi ciudad podría llevar una
camiseta con la leyenda: ‘Yo también he sido becario de Hermanastrafea’. Y eso que, como tutora, soy infame -me lo ha dicho alguno, con el par de copas de alguna cena navideña-: incapaz siquiera de recordar sus nombres cuando acaba el verano. Sí recuerdo, perfectamente bien, el nombre del siguiente beca. Uno de esos que lo son (becario) sólo por denominación: muy poco por edad y aún menos por desempeño.

Cierta madrugada, nos tocó volver con un taxista distinto al habitual del políngano en el que trabajábamos. El hombre, con el cerebro machacado por las horas de trabajo y las horas de Milenio 3, comienza a contarnos sus experencias con extraterrestes poco antes de entrar en el núcleo
urbano.

-Y yo lo vi, ¿sabéis? Claramente -insistía-. Una especie de albóndiga en tomate flotando en el cielo.

No sabéis lo que cuesta no descojonarse. NO sabéis lo que se acuerda una de Taxi Driver. Y de Raticulín. Tras escuchar esa frase, el becario aprovechó el semáforo para abrir la puerta y escapar (estábamos cerca de su parada). Durante unos segundos, antes de salir corriendo, pegó la palma de su mano a mi ventanilla y se despidió con ojos brillantes.

Todo buen rollo y confianza.

El taxista de Raticulín y yo llegamos a casa. Me tuvo tres cuartos de hora parada frente a la puerta
hablando de experiencias paranormales. Aquí la menda no tenía cojones de hacerle callar.
-Y cuando usted ve a esos seres en su cuarto, señor Fermín, ¿está solo?
-No -ufano-, estoy con mi mujer.
-¿Y ella no los ve?
-No, y se pilla buenos cabreos si la despierto.
-¿Y qué le dice?
-¿El alienígena…? Que es normal que mi mujer no lo vea, porque está en un frecuencia inferior.
-No, no, qué le dice su mujer.
-Que si me llevan no chille mucho.
-Claro, claro.

6.- Finalmente, mis vicisitudes laborales o de cómo me convertí en leyenda:

Y ya que sale el tema del trabajo. Cerve en un bar después del curro. Dos redactores jefe, un
subdirector, dos jefes de sección y una compañera -sí, mi compañera y yo éramos (seguimos siendo) los únicos foot soldiers de la compañía. Uno de esos detalles fortuitos en los que siempre me fijo porque soy una feminazi y no hago más que delirar con el patriarcado y tal-. Hablábamos, no sé por qué, de habilidades extrañas. De poder saber quién está mintiendo o de que te cambie el sabor de la comida según el humor, cosas así. En medio de toda la charla, cada uno a su movida, suelto sin pensar:

‘Pollimetría’.

Alguien farfulla: ‘¿Cómo?’

Yo, que lo había dicho más bien para mí misma y aún estaba como medio perdida en mi copa de verdejo insito: ‘Pollimetría’.

Se hace un silencio lo suficientemente denso como para golpearme en la nuca.

-Mi don es la pollimetría -continúo, carraspeando un poquito-. No sé bien si por fisionomía o por sentido arácnido, puedo hacerme una idea bastante aproximada de cómo puede tenerla un tío.

Creo, pero no recuerdo con exactitud -todo está en una nebulosa, quería que todo ese momento pasara o yo misma me desvaneciera-, que se me pidieron ejemplos, y que los di.

Mis compañeros tragaron saliva y casi diría que dieron un pasito atrás.

-Pero… ¿aciertas siempre?

Y tratando de suavizar la situación, por supuesto, la empeoré:

-Sólo te digo una cosa -solté, encogiéndome de hombros, porque soy así de sobrada-: nunca me he
llevado una decepción.

Así se forjan las leyendas.

Pequeños.

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