Cinco objetos denostados que, en realidad, son una maravilla

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Llamémoslo moda, llamémoslo prejuicios, llamémoslo esnobismo, llamémoslo Francisco de Paula. El caso es que existen ciertos objetos que, como decía Ramón de Pitis, están socialmente muy mal considerados, pero que son el bienestar… la verdadera felicidad. Así que olvidad vuestros prejuicios y, ya puestos, vuestra vergüenza y abrazad la realidad: que estos objetos son maravillosos:
5.- Las bragas faja
Nos guste o no, ‘El diario de Bridget Jones’ es un peliculón. Yo no sólo la he visto unas diez veces, sino que además hasta me leí el libro. Pero no me lo tengáis en cuenta: a pesar de mi bien conocida gaycidad, la realidad es que lo hice para tener tema de conversación antes de que saliera la adaptación con la chica que me lo recomendó, que era de un erotismo sublime.

En un momento de la película, Jones se encuentra con una decisión de alta importancia. El conflicto de Chechenia nos la suda a todos, pero qué tipo de ropa interior llevar a la primera cita es un tema que dejaría con el culo partido a un congreso comandado por Carl Sagan, Richard Dawkins y Christopher Hitchens. Bueno: no a Christchens. Él, como siempre, tendría la solución. Que es la que descubrió Bridget Jones: cuando se tiene un poco de tripilla, hay que optar por la braga faja. Sin duda, tal prenda aumenta la posibilidad de alcanzar tercera base y sexo desenfrenado. Porque, ¿para qué llevar brajas sexys si no las vas a enseñar porque a Hugh Grant le dará cosa la barriguita que asoma y no te llevará al catre? Como quedó demostrado, una vez se ha decidido ir al lío, ningún hombre en su sano juicio va a abrocharse la bragueta porque lleves bragas de abuela de color carne. De todas maneras, no te van a durar mucho puestas.
Cierto es que el tipo de hombre que no te follaría por tener un poco de tripita es un gilipollas con el que no conviene estar mucho tiempo. Pero aquí estamos hablando de un polvo salvaje con Hugh Grant, no de casarse con Mr Darcy, quizir, con Colin Firth.  Por mi parte, tengo muchos calzoncillos la mar de erótico-festivos de esos ajustados, pero que se me enrollan en los muslos y acaban como un tanga ahogándome la zona testicular, con los consiguientes problemas de incomodidad y sudor que hace que si te los quitas un día de verano puedas tener a todos los gatos del barrio a tu puerta por la olor escrotal. Así que siempre voy fresquito con boxers que permiten tolón tolón.
Esto no tiene nada que ver con las bragas faja. Pero quería dejar una imagen aterradora en vuestras enfermas mentes. De nada.
4.- Los gnomos de jardín
Podríamos hablar de los flamencos rosa. Pero esto es Esppppaña y nosotros no somos tan cool como para traer necesariamente a colación un elemento clásico de los paisajes de caravanas americanos. De todas maneras, a mí desde joven los flamencos me han recordado a ‘Corrupción en Miami’ más que a ‘Pink Flamingos’ de Waters. Y ya sabéis lo que opino de esa obra maestra de la estética que fueron las hombreras y las chaquetas blancas de Sonny Crockett: que desde que se acabó, sólo fuimos cuesta abajo como especie hasta la aparición de las gafas de sol de Horatio Caine.
Los gnomos, sin embargo, son una cosa más europea. Y molan porque son personajes fantásticos. Algunos dirían que ñoños. Pues vale. En ente bloj no tenemos problema con el ñoñerío, como bien hemos demostrado declarándonos fans de gente tan maravillosa como José Luis Perales o Pimpinela. Además, para toda una generación, los gnomos son sinónimo de dos cosas: maravilla y trauma. Maravilla por el primer capítulo de ‘David el Gnomo’, en el que un pequeño Paco Fox (valga la redundancia) vio por primera vez en televisión cómo un personaje se secaba el culo. A fecha de hoy, todavía sigo haciendo referencia a ese maravilloso refrote todos los días cuando salgo de la bañera. Otra razón por la que nunca seré un mito erótico.

Por otra parte, el trauma antes nombrado viene de ese último capítulo en el que tuvieron los cojones de cargarse al barbudo de gorro de penitente rojo. Sería el equivalente a la famosa muerte de la madre de Bambi si no fuera porque aquí era más grave. A esa señora no la conocíamos casi de nada, pero con David llevábamos veintiseis episodios. Claro que este shock lo narro por referencias. Porque os aseguro que, cual ex combatiente de Viet Nam, no recuerdo ese final del que todo el mundo me habla. Aunque me consta que lo vi en su momento, lo he borrado de la mente como aquella vez que dos personas de un equipo de rodaje de un corto me pillaron con el culo al aire y empalmado en mi dormitorio mientras entraban a enchufar un foco sin llamar a la puerta.
Mierda. Ahora lo he recordado. Que alguien me de alcohol para matar algunas neuronas.
El caso es  que la gente de bien tiende a condenar el acto de decorar los jardines con gnomos por considerarlo una horterada. Una palabra realmente despreciable porque es más relativa que la capacidad de construir frases coherentes de Ana Botella. ¿Por qué jardines japoneses de arena sí y gnomos no? No os confundáis: los jardines japoneses molan porque permiten jugar y hacer dibujitos. Y mi mayor aspiración en todo momento es jugar con todo, ya sea con la arena, con la playstation o, sí: con las tetas. Preferente unas que no sean las mías. Ni las de Vicisitud. Con suerte, las de Cacaman.
Cacaman, mito erótico del cine-colonoscopia.
Pero también puede haber sitio para personajes de fantasía. Porque nadie entra en una casa y se ríe del dueño porque tenga un crucifijo en una pared. Un personaje de ficción con clavos en la palma de las manos sangrando. Mucho mejor decorar con un enano sonriente que recuerda a un catalán con la barretina erecta y al que se le ha ido la mano con la butifarra.
Cierto es que muchos irónicos están arrebatándonos a los ñoños sórdidos de corazón el monopolio de los gnomos de jardín con cosas como los “frentes de liberación” que raptan estatuas y las mandan por todo el mundo. Algo que, al menos, inspiró ciertas escenas de una de mis películas favoritas.
Mi nevera. Redefiniendo el concepto de ‘decoración ecléctica’.
Pero los que tenemos en nuestro corazón el Libro de los Gnomos o la trilogía de ‘Camioneros’ de Terry Prachett (el concepto de que el cielo de los gnomos que viven en unos grandes almacenes es convertirse en las estatuas que venden en la última planta, se mea sobre cualquier reflexión de Ursula K Legin o de Hermann Hesse) y somos de ese tipo de engendros que tiene su muro de Pinterest lleno de dibujos de cuentos infantiles victorianos, sabemos que poner estatuas de enanos regordetes en el jardín hace feliz a mucha gente digan lo que digan.
Aunque yo soy más de poner hadas. Pero eso es otra historia. Otra historia más triste.
3.- Los cordones para las gafas.
Cuando yo era adolescente, mi madre me obligó a llevar cordones en las gafas. Eso implicó dos cosas:
– Que mi mote en 8º de EGB fuera ‘Sofía Petrillo’
– Que mantuviera intacta mi virginidad más años de lo deseable.
Yo la odié por ello hasta que me he dado cuenta de que tenía razón. Porque, sin los cordones, mis gafas se habrían roto más veces que las de un hipster pidiendo un gintonic con pepino y un chorrito de pomelo en un bar de moteros. Y porque de todas maneras tampoco habría follado, como bien demostró mi entrada en el mundo de las lentillas, que se saldó igualmente con un Paco Fox 0-Vaginas Acogedoras 0.
Retrato robot aproximado de la imagen de Paco Fox adolescente. No hay fotos de la época porque a las cámaras les daba cáncer.

Porque puedes parecer una vieja de 80 años, pero el caso es que si te dan una colleja (algo usual en un chaval con bigotín chungo, aficionado al Spectrum, con buenas notas y, lo peor de todo, hijo de maestra), no tenías que pasar un par de días cegato gracias al práctico complemento. Y os aseguro que la semana mientras te daban el cristal nuevo era una mierda. Todavía recuerdo ir a ver ‘Único Testigo’ compartiendo gafas con un amigo porque las mías me las había cargado en un accidente de bici. Nos la turnábamos cada 10 minutos.
Las hostias cuando salió en pelotas Kelly McGuillis fueron le-gen-da-rias.
2.- Los pantalones de tiro alto
Humphrey Bogart llevaba pantalones de tiro alto y molaba más que tú.

James Cagney llevaba pantalones de tiro alto y molaba más que tú.

Antonio Garisa llev…

Perdón. Siempre hay excepciones. Pero lo importante aquí es que los pantalones a la altura del sobaco han caído en desgracia con el paso del tiempo y el exceso de uso por parte de nuestros abuelos. Pero, ¿por qué tanto odio? Este tipo de prenda de vestir sólo ofrece ventajas:
– Gracias a él, no enseñas nunca la hucha. Algo muy de agradecer en invierno por aquello de que no te entre frío en el lumbago y por no hacer que yo grite de terror ante tal visión. O, dependiendo del humor que tenga el día en cuestión, acabe echándote un céntimo por la raja.
– Los pantalones normales han de ser asegurados con cinturones a la altura de la cintura, justo en la tripa. Eso puede ser una receta para el desastre gástrico si lo haces durante la digestión de una fabada. La presión intestinal es mala para el proceso y pude resultar en más gases todavía y, por consiguiente, la exclusión social o la expatriación a, como cerca, Tau Ceti 1. Y no lo digo yo: que lo dicen años de evidencia anecdótica y digestiones pesadas. Con los pantalones de tallo alto, es la curva de la tripa la que asegura grácilmente que la prenda no se caiga y acabe revelando la hucha, con lo cual todos ganamos y yo no gasto más céntimos en hacer el tonto.
1.- La riñonera
Yo me bajo todos los días al llegar de trabajar en Embajadores. Para los que no sean de Madrid o no frecuenten la zona, sólo puedo decirles que lo que veo me lleva de regreso a la infancia como una TARDIS con ganas de trolear. Porque es lo más parecido a ciertas zonas de Algeciras en los años 80. Y con ‘ciertas zonas’ quiero decir exactamente la calle donde estaba mi colegio. Yonkarras terminales por todos lados, bocas carentes de dientes, gorras mugrientas y, por supuesto, riñoneras.
Es cierto que la riñonera se ha quedado como objeto propio de drogadictos terminales, domingueros, turistas con sombrilla, paletas, nevera y bañador de talle alto (existen). Pero tenemos que rendirnos ante la evidencia:
Son muy prácticas.
Cuando yo era adolescente, los hombres iban con la cartera en la chaqueta. Resultado: te la mangaban como a Hernández y Fernández en ‘El secreto del Unicornio’. Los jóvenes eran más de guardarlas en el culo. Resultado: desaparecía en exactamente un minuto y treinta y dos segundos. Y si, como yo, te la ponías en el más seguro bolsillo delantero, parecía que llevaras a Roger Rabbit escondido en la entrepierna. O servía como excusa para ocultar una erección inconveniente delante de la MILF de uno de tus amigos.
Con el tiempo, las mujeres nos convencieron de que eso que llevaban los gays no era un bolso de cruzar (de acera), sino un complemento necesario. Que está bien para el día a día, pero es impensable si quieres ir a la playa o a hacer deporte. Ahí entra la riñonera.
Es perfecta para correr, bajar a por el pan, ir al gimnasio, coger el coche para darte un baño rápido en Tarifa o asegurarte de que ninguna mujer se fijará en ti el resto del día. Como los cordones de las gafas. O que te pillen comprando un gnomo de jardín. O llevando pantalones de tiro alto.
Menos mal que ellas llevarán bragas faja.

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