suscitan menos compasión que la gastroenteritis.
coágulo cerebral que te haga difícil seguir los debates de Intereconomía… y no
habrá quien se niegue a ofrecerte un polvo por compasión en un urinario público.
Y, mientras, el espíritu de Manolo Summers te filmará con una cámara oculta
para ‘To es mundo é… la hoshtia y la lesche’. Sin embargo, dedícate a pasear
por el resbaladizo filo de la incontinencia intestinal, y todos guardarán para
ti sus bromas más ocurrentes. Por «ocurrentes» me refiero, por
supuesto a chistes como los que oí cuando formé parte del equipo de cámara quecubría el Congreso de Ecografía del Escroto. O sea, bromas del nivel de «ese
tiene un problema de cojones» para abajo.
tremendamente popular con la caca: lo que debería ser empatía se transforma en
«Ya puedes ganar seis Oscar seguidos, José Coronado, que nunca superarás
esa sublime declaración de principios consistente en que puedes jiñarte vivo y
seguir siendo un señor gracias a Danone».
gastroenteritis que he sufrido en mi vida – a las que han puesto títulos como
«Estamos en la radio en directo, no vayas a cagarla» – mi favorita
es, sin duda alguna y contra todo pronóstico, aquella que me hizo sentir todo
el amor y apoyo de mis semejantes. Cuando el irse por la pata abajo deja de ser
algo privado para convertirse en una fiesta de hermandad.
momento marca «¿Realmente me va a suceder esto?» y así fue. Mi
segundo pensamiento – el primero, claro, era «tengo que ir a la
ducha» – fue que, si esto perseveraba, podría ser una buena idea dormir la
noche siguiente con una compresa en el calzoncillo. Siempre y cuando mis
intestinos me diesen diez minutos de tregua para llegar a la farmacia de la
zona y hacer así un poco más rico al señor Evax o al señor Ausonia. Y siempre y
cuando, en pleno delirio febril, no llegase a decir a decir al farmacéutico
«en realidad, sí que es para mí». Y ya me conocen: yo soy aquel capaz
de darle una bolsa del Día con mis calzoncillos sucios al dependiente de una
tienda. Así que sería capaz, inconscientemente, de hacerle eso a un
farmacéutico, aunque gastase, como el de la zona, un estupendo bigotón.
diez pasos seguidos sin percances: dos minutos después, en las duchas comunes
del colegio mayor, volví a preguntarme «¿Realmente me va a volver a
suceder esto?». De forma muy insolidaria, dejé que así fuese. Y juro por
Peich que el desagüe me miró chungo.
es la mejor palabra: sí, es violenta, pero consiste en lanzar… piedras, y no
era ese el caso), afronté el problema con la tranquilidad de haber pasado varias
veces por la experiencia. Un amigo me compró unos sobres de Sueroral y me dije
que, en un par de días, todo pasaría. Lo que no me esperaba es que, all of the
sudden, la gastroenteritis de caballo se me mezclase con una cistitis marca
«mear y no echar gota». Esa noche me la pasé sin dormir apoyado en el
lavabo de mi cuarto. Intentando, en vano, que saliese algo que aliviase esa
sensación que no sentía desde que, en el colegio, los profesores te preguntaban
si no podías esperar hasta el final del examen antes de ir a hacer pipí. (Y,
sí, sé que mear en el lavabo es algo que parece que sólo existe en grandes
ovras del tipo ‘Como tener la casa como un cerdo’, pero tough times demand
tough hearts).
acompañase a Urgencias, porque no sabía qué me podría pasar por el camino. Y
ese onvre, conocedor del sublime coñazo que podría esperarle en la sala de
urgencias del Hospital Clínico, tuvo la feliz idea de preguntar a otros si le
acompañaban a él para no morirse de asco durante su buena obra. ¿El resultado?
Mi gastroenteritis, sin comerlo ni beberlo (bueno, bebiendo Sueroral), se había
convertido en una alternativa para que doce finstros se apuntasen a cambiar
unas infames Cruzcampo en el cutrebar de la zona por unas infames Cruzcampo en
la cutrecafetería del Clínico.
innata capacidad para los chistes de olor en las salas de espera. Pues eso no
fue nada al lado de las miradas asesinas que TODOS los de la sala de espera
dirigían a mi «séquito» cada vez que me hacían la ola cuando se me
ocurría dirigirme al váter a, por supuesto, mear y no echar gota. Pero no
tuvieron huevos a dirigirnos la palabra. Tal vez porque uno de los allí
presentes tenía tal cara de perturbado con melenas que cualquiera, incluso las
abuelillas desconocedoras de la cultura ninja, podrían formar en su mente el
concepto de ese onvre realizando prácticas de katana a las cuatro de la madrugada.
O lanzando estrellas shuriken a la diana que tenía colgada en la puerta de su
dormitorio. O moviendo cielo y tierra en la era pre-internet para lograr la
dirección de la niña que hacía de princesa en ‘La historia interminable’ (peli
que, juro por Peich, se veía todos los días impares).
cuando uno preguntó a una señora si había algún sitio cerca en el que comprar
un globito rojo que regalarme si iba al váter una vigésima vez. Ya lo ven: hay
gente que organiza su boda para sentirse el rey/reina de la fiesta y el centro
del universo durante unas horas. A mí me llegó con un bollo en mal estado.
al colegio mayor. Durante el camino, se dedicaron a animarme obligándome a
intentar mear en TODAS las puertas de todas las residencias universitarias que
hay en el Paseo de Juan XXIII. En alguna ocasión – cuando se trataba de
colegios mayores femeninos, o del Opus Dei o de los Legionarios de Cristo – intentaban
sugestionarme a que echase alguna mísera gota poniéndose a mear a mi lado. No
tengo palabras para definir el amor y la gaycidad del gesto. Aunque no
funcionase, claro. Y juro por Peich que me jalearon para ver si era capaz de
hacer un number two en el Colegio Mayor Moncloa. Pero aún recordaba aquella
meada multitudinaria en la que un supernumerario enajenado salió de aquel sitio
a darse de hostias, él solo, con cuatrocientos descerebrados borrachuzos –
cuéntenme entre ellos – como para atreverme con palabras mayores en
inferioridad numérica. Eso, y que huir con los pantalones por los tobillos es
más complicado.
conocida por toda la planta. Así como el hecho de que, cual reloj de la puerta
del sol, me dedicaba a marcar los cuartos con periódicas y puntuales visitas al
váter. Uno pensaba que lo mejor de la fiesta había terminado, pero la guinda
del pastel – pido perdón por una expresión coloquial, tan desafortunada en este
contexto – aconteció a las tres de la mañana.
exterior. Viendo luz, ese persona pregunta «¿José Ramón?». Respondo
«¿Sí?» y, lógicamente, lo siguiente que oigo es un tremendo descojono
de risa. Acto seguido, me grita «¡Espera un momento!» mientras le
oigo correr hacia su habitación. Lo siguiente que oigo es cómo se mete en el
váter de al lado y me dice «esto es para ti». Oigo golpes y roces
contra el tabique… ¡Había logrado meter su tremendo Casiotone en el reducido
espacio del trono! Lo siguiente que escuché, fue una sublime recreación hard Casio
de ‘La Internacional’ a ritmo de marimba.
estaba ocurriendo, el corazón me hizo echar una lagrimita de la emoción. Sólo
la hermandad de todos los onvres en el socialismo permite alcanzar las cotas
más altas de la belleza y el amol cósmico. El genial Italo Calvino lo dijo
mejor que yo y que nadie:
hombre más fuerte y ponen de relieve las mejores dotes de cada persona, y dan
una satisfacción que raramente se consigue permaneciendo por cuenta propia: ver
cuánta gente honesta y esforzada y capaz hay, por la que vale la pena querer
cosas buenas (mientras que viviendo por cuenta propia sucede más bien lo
contrario: se ve la otra cara de la gente, aquella por la que es necesario
tener siempre la mano en la espada).»
que me arroparon en esos momentos de olor. O que fuese un visionario tan
impresionante como para vislumbrar la existencia futura del Casiotone (ni
Nostradamus ni Steves Jobs serían capaces). Pero si sabría ver que, en estos
tiempos tan liberales en los que vivimos, de oda al héroe individualista, pudiese
ser la menos solidaria de las enfermedades la que nos recordase que, unidos
fraternalmente, es como se cuentan las mejores historias.