Por una parte, soy un tipo de orígenes normalitos, pues nunca tuve ni siquiera el típico tío rico, mi madre era maestra de escuela y mi padre una mezcla impía de Chandler Bing y Homer Simpson (en serio: el buen hombre trabajaba en una fábrica y nunca supe de qué). Por la otra, soy una persona apasionada con todo. Así que, una vez rechacé toda mi herencia natural (marcada por tebeos de la Biblia, flamenco y reuniones familiares en las que mi tía echaba leche con la teta a mi madre), mi vida en lo cultural estaba condenada a elegir entre dos caminos extremos: el primero era enmascarar mis orígenes más o menos humildes y convirtiéndome en un esnob.
Pero claro: soy un poco gilipollas, pero no tanto. La otra opción era convertirme en un gruñón extremo estilo los dos viejos de los Teleñecos empecinado en poner en evidencia toda muestra de lo que mi abuelo llamaba con gran acierto y sutileza “
peer más alto que el culo”. Esto es: como persona de familia media, siempre he odiado las actitudes de superioridad y elitismo en cualquier terreno. Por eso tardé tanto tiempo en reconocer la valía de, por ejemplo, muchos directores culturetas. Si me miraban mal porque me daba pereza ver cierta peli, rápidamente tenía una reacción similar a un israelí frente a un palestino y me cerraba en banda. La evolución mental me llevó a enfrentarme a esta gilipollesca tara con una sutil táctica que poca gente pone en práctica: mejor me lo tragaba todo independientemente de lo que dijeran, reflexionaba por qué le gustaba a la gente y luego, si no me había convencido, me iba a ver ‘
Star Trek IV’ y a leer ‘
Las Crónicas de la Thomas Covenant’, que son las sordideces que me gustan de corazón. Y así con todas las disciplinas.
Con el tiempo y la bajada de actividad hormonal, me he calmado un poquito. Las actitudes snobs ya no me sientan como una patada en la boca del estómago, sino como un cariñoso bofetón de Terence Hill. Eso sí: hay un ámbito del esnobismo que me puede. Una disciplina que me genera la misma reacción que un litro de leche con el estómago vacío. Una afición que hace que me entren más deseos de depilarme los pelos de los pezones a pellizcos que cuando escucho a alguien proferir la frase ‘rollito canalla’:
Las catas de vvvvvvvino. Y, si en lugar de decir “vvvvvvino”, escucho que les llaman ‘caldos’, me dan ganas de sacrificar pequeños cachorros a Kali-má. En serio: cuando oigo el palabro en un informativo entro en modo berserker y empiezo a gritar como un perturbado. Hay quien ha dicho que hasta me pongo a hablar en lenguas. En palabrotas de otras lenguas.
Todo este odio irracional empezó cuando comencé a ir a restaurantes en los que te dan a probar el vvvvino, momento en el que se crea un instante de absoluta vicisitud con varios posibles cauces de acción:
a) Avergonzarse ante las amistades, poner cara de interesante y decirle al camarero que está bien con el mismo arrastre de palabras a media voz con la que yo hablo normalmente a una actriz pelirroja. Algo así como “psisibuenoyasiesodejala”.
b) Dar un trago y decir “¡Echa vino montañés, que lo paga Luis de Vargas!” para horror del camarero y tus acompañantes.
c) Tomar la copa, menearla como si estuvieras acariciando una teta, olisquear, sorber un poquito, decir que ‘excelente’ y, a continuación, proferir las palabras equivalentes a leer ‘hoy toca ducha’ en el orden del día en un campo de exterminio:
“Interesante vvvvvino, con cuerpo. Porque es que yo he hecho varios cursos de catas y mi vvvvida ha cambiado”.
Es el momento de huir. O de tomarte esa pastilla de cianuro que tenías guardada para cuando tus sobrinos te obligaran a ir a ver ‘Los Pitufos 2’.
Yo no hice ninguna de las dos cosas la primera vez que me encontré con un diletante del vino, el ex de mi mejor amiga que, por otra parte, era un tipo agradable. Pero ese día quise matarlo. Sobre todo porque luego empezó a zamparme sus teorías sobre cómo la nación surge de la tierra así en plan mágico. De esas ideas idiotas ya me encargué en otro post. Ahora voy a por toda la tontería que rodea a los vinos. Vvvvino. Vvvvvvvvvvvvino.
Al principio, pensaba que era cosa mía. Que miles de libros escritos sobre el tema no podían estar equivocados. Que me dejaba llevar por las mismas filias y fobias irracionales que me hacen babear con jóvenes francesas bajitas y eróticas y salir corriendo ante una gigantesca diosa de ébano (decidme racista, pero uno no puede combatir lo que le dicta su posha). Y no me dediqué a investigar. Hasta que un día, hace más o menos un año, llegó a mis manos cierto estudio gracioso. Uno que abría la puerta al cachondeo:

Frédéric Brochet (con Gil Morrota y Denis Dubourdieu) pillaron un vino blanco y le pusieron un tinte rojo, sirviendo sendas copas de cada color. Llamaron a unos 54 expertos y todos describieron con alegría ambas como si fueran dos vinos distintos. Es más: a cada uno se le asignaron palabros que normalmente describen a vinos de su supuesto color. La conclusión del estudio: que hay una percepción ilusoria entre el olor y el color del vino. Esto es: nada concluyente, porque no se trataba de un experimento a ciegas y lo que concluyeron los especialistas no era que no se pudieran distinguir las clases de vinos (tal y como se dice si lees por internet artículos basados en este experimento), sino que lo visual se impone a lo olfativo, quedando este sentido descartado. Eso sí, plantaba en mí la duda razonable de que todo fuera una soplapollez, sobre todo porque se puede inferir mucho cachondeo de la terminología vinícola (obsérvese que obvio decir ‘enología’ para intentar mantener la calma, pues no puedo evitar, sea o no cierto, que la palabra me recuerde a otras maravillosas pseudociencias que añaden “-logía” a cualquier palabra para molar más).
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Al Stewart se gastó todo el dinero que le dimos por ‘Year of the Cat’ en sus vinos. Y luego encima hizo un disco conceptual sobre ello. El muy desaprensivo. |
Y es que pocas cosas son más divertidas que ir a un restaurante y leer las abigarradas descripciones de cada uno de los vvvinos. Auténticas obras maestras de la chorradología (¿lo véis? Con –logía todo suena mejor) y, al mismo tiempo, de la literatura de ciencia ficción.
Porque, como pude comprobar cuando seguí investigando, frases como “Polvoriento, con aromas a tiza, seguidos por menta, ciruelas, tabaco y cuero; sabrosa cereza con acentos de roble”…están llenas de chorradas. Y no sólo porque a ver quién puñetas quiere beber algo que SEPA A TIZA. O, ya puestos, que mezcle ciruelas con tabaco. Puñetas: no parece un vino, sino el famoso
triffle de Rachel en ‘Friends’.
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Y la gilipollez se hizo anuncio. |
Algunos dirán que soy un polemista y que ellos sí que notan los sabores en sus cursos de catas a las que les llevó su novio esnob. “Pues, con entrenamiento, yo sí que he llegado a distinguir el sabor a grosella con un ligero regusto a banana, cardamomo, roble y
pipí de gato”. Pues vale. Sólo tengo que deciros: sumad vuestra
evidencia anecdótica con algo mucho más poderoso: la sugestión. Con el adecuado ambiente y las adecuadas técnicas de persuasión, estoy convencido de que se puede convencer a cualquiera con una polla en la boca que eso que está chupando sabe a panqueque a las rosas con culís de fresa.
Así que ¿cómo cojones va a saber un vino a manzana, moras o sobaco de luchador de sumo si es sólo un conjunto de uvas? Según los expertos, existen tres tipos de aromas. Los que da la uva, los que se producen durante la fermentación (que ahí es donde entran todos esos que nos dan tanta risa cuando leemos una carta de vinos) y un tercer grupo que engloba a los olores ambientales procedentes de cómo se ha conservado el vino, los que varían con el tiempo y los que han sido producto de un hechizo del profesor Dumbledore.
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El Terror No Tiene Forma |
Y, obviamente, esto, con páginas y páginas de literatura a sus espaldas y miles de profesionales y gentes faltas de aficiones más edificantes que pagan dinero por echarse vinos a la boca y a veces a escupirlo (menudo desperdicio: cuanto más vino ingieras en una cata, mejor sabe todo; hasta el la taza del váter en la que estás potando), es cuanto menos que dudoso.
Un estudio del Journal of Experimental Psycology de 1996 demostraba que incluso los expertos no son capaces de identificar más de tres o cuatro componentes. Así que ya podéis hacer avioncitos de papel con las cartas llenas de descripciones que no cabrían en un twit.
“Bueno, pues se inventan algunos de los sabores. Pero otros son totalmente ciertos, ¿RIGHT?”
Pues va a ser que no. ¿Recordáis el ejemplo ese de la tiza y la menta que puse hace unos párrafos. Pues ahí va otro: “Aromas prometedores de lavanda, hierbas tostadas (¿hierbas tostadas? ¿Pero alguien se come hierbas al horno si no van acompañadas de un pollo?¿O se refiere a otro tipo de hierbas que se fuman?), arándanos y grosella”. ¿Cuál es la gracia? Pues que, tal y como recoge el propio estudio, ambas descripciones son del mismo puto vvvvino. Siete sabores por un lado y cuatro por otro y no coinciden ninguno.

Pero, claro. Errar es humano. Los catadores no son máquinas. Y existen, de hecho, Maestros Sumilleres que ganan una pasta por su trabajo y apenas superan las dos centenas de personas debido a lo escrupuloso de su selección. Pero entre sus capacidades reales no está el detectar estas humorísticas listas de sabores. Lo que sí parece ser que pueden hacer, además de detectar enfermedades del vino, (y de esto no he encontrado ningún estudio científico al respecto, pero parece razonable) y lo que, según he leído, es lo que les hace ganarse el título, es detectar ciertas propiedades del vino que le permiten delimitar la región y variedad a la que pertenece. Pero la clave es que inferir que eso signifique que un vino sea mejor o tenga un sabor espectacular es un
non sequitur nivel afirmar que porque te llevas calzoncillos ajustados, te gusta practicar sexo anal con los calcetines puestos.
Así que pasamos a lo más importante de la cuestión. Que te dejes llevar por colores, ambientes o incluso la música que suena mientras tomas un vino (o, por extensión, cualquier alimento) para inventarte sabores me parece gracioso y da para hacerse el ingenioso delante de los amigos a la hora de pedir la carta de bebidas en un restaurante. Lo chungo de verdad es cuando todo eso se convierte en un circo de mercadotecnia. Porque todos damos por hecho que, independientemente de grosellas y mentas, vinos blancos y tintos, los más caros han de ser mejores que los más baratos. ¿RIGHT?
Frédéric Brochet, el del estudio del tinte, no paró con esa muestra de hyper-trolling, sino que hizo otro experimento. Pilló un vino de calidad media y lo metió en dos botellas diferentes. Una en plan superchupi la mar de pija y otra con pinta de haber sido arrebatada de las manos de un sin techo a las puertas del Mercadona. Y se las dio a varios expertos.
A estas alturas del artículo, no os tengo que decir los resultados.
Bueno sí, que es bueno regocijarse de las vicisitudes ajenas de gente que cree que pee más alto que el culo. Al beber de la botella pija, se describió el vino con palabras como ‘complejo’, ‘equilibrado’, ‘agradable’ y, en definitiva, ‘para llenar de amor viscoso mis Calvin Klein de 100 dólares’. Cuando se probó el supuestamente barato, los adjetivos variaban entre ‘flojo’, ‘plano’, ‘defectuoso’ y ‘puaaaaaj’.
Pero, claro: este experimento tiene los mismos problemas que el del tinte: realmente habla de cómo el entorno puede afectar la percepción, anulando las capacidades. Seguro que en condiciones experimentales con protocolo ciego sí que se distinguen con claridad los vinos normales de los caros, ¿RIGHT?
(Ya está bien de poner el video de Kevin Sp…
…no pude resistirme)
Según un artículo de The Wall Street Journal (porque no he podido rastrear en este caso el estudio original), Robert Hodgson, un profesor de estadística dueño de un viñedo, se planteó averiguar si las notas que se le ponen a cada vino (y que son esenciales para los posteriores precios) eran consistentes o no superaban al azar. Así que hizo un experimento distinto, esta vez totalmente ciego. En el sentido científico del término, joder. Que tengo que hacer el chiste malo antes de que alguien lo ponga en los comentarios.
El procedimiento ciego era el mismo utilizado por los jueces que anualmente califican los vinos. Evidentemente, como en todo concurso, no saben qué vino están bebiendo. La diferencia malandrina es que Hodgson sirvió a los 70 jueces unos 100 vinos a lo largo de dos días, pero la gracia es que cada vino se daba tres veces (siempre de la misma botella, claro).
El resultado: los puntos otorgados a cada uno de los tres vasos de cada vino variaban a lo loco y que rara vez superaban el azar. Y los jueces que consiguieron más consistencia un año, la cagaban al siguiente.
Así que las catas que dictan los precios y el prestigio de un vino son un fraude. Todo ello quiere decir que, obviamente, da igual el vino que se baba, porque todos saben igual, ¿RIGHT?
All together now: WROOOOOOONG!!!

Claro que no, joder. Cada vino sabe distinto, aunque sea de manera sutil. Lo único es que hay mucha tontería alrededor. Pero eso no es culpa del producto en sí, sino de gente que se aburre lo suficiente como para elevar a cotas absurdas de pseudociencia lo que es simplemente una bebida que mola desde tiempos inmemoriales. Así que la conclusión es obvia: ¿Te gusta el vino? Pues me alegro. Prueba varios de un precio razonable. Y quédate con el que más te guste a ti, sin matarte a inventarte supuestos sabores que hacen que parezca que estás hablando de la nueva carta de polos de Frigo. Mi madre, por ejemplo, ahora que ya ha superado el trauma de ser agredida por leche materna de mi tía, siempre se dedica a pedir vino que le agrada para sus tintos de verano sin importarle que sea un poco más caro del normal. Porque no hay que tenerle miedo a la policía del vino ni nadie te va a arrestar por atentado al falso buen gusto. El vino no es dios. Al menos no en cantidades moderadas.

Pero por supuesto que no has de decantarte obligatoriamente por la botella que cueste más dinero o la que se diga que es más chachipiruli. Y si resulta que el que el vvvvino que te gusta más es uno de mesa cutre de 2 euros la botella, pues mejor para tu bolsillo. Feck, cierta publicación llamada Journal of Wine Economics reconoció en un estudio de 2008 que cuando los consumidores no saben el precio de lo que están bebiendo, tienden a disfrutar más los vinos más baratos. Así que bebe. Emborráchate. Aseguro que tras ocho copas te va a importar un cojón lo que digan los críticos y estarás más concentrado en entrarle a la espectacular pelirroja de la mesa de enfrente. Que es en realidad un turista inglés rubio de cuarenta y ocho años.
Son las ventajas de la intoxicación etílica: Ayudando a ligar desde el neolítico.
Es jodido decirle a alguien que esa disciplina en la que ha invertido tiempo, dinero e ilusión está llenita de tontería. Por eso espero airados comentarios e insultos a este post. Y por eso yo he estado meses leyendo sobre el tema y añadiendo a favoritos los enlaces a los estudios y artículos. Que no pienso poner, porque, como siempre en estos posts escépticos, os invito a que no creáis lo que yo digo, sino a que investiguéis por vuestra cuenta. Al resto, sólo tengo que decirles una cosa: Aquí ya hemos sufrido el nerd rage. BRING ME THE OENOLOGIC RAGE! BRING IT ON!