
Cuando hice hace un par de años un artículo sobre
Cassius Marcellus Coolidge, descubrí la existencia de su equivalente actual: Thomas Kinkade. Mientras que Marcellus se convirtió en su tiempo en uno de los artistas más populares de Estados Unidos pintando perros jugando a deportes, el título en las últimas décadas estaba en manos de Kinkade, especialista en el equivalente pictórico a un Grandes Éxitos de Modern Talking: el Hard-Ñoño.
Aquí siempre hemos sido fans de tres cosas:
-Aquellos que hacen sástamente lo que les sale de todo lo que es la mente.
-Aquellos que los hacen sin importarles digan lo que digaaaaan (que diría Raphael)
-Aquellos que lo hacen y cuentan chistes de caca.
Thomas se inscribía seguro en los dos primeros grupos, aunque desconozco de qué tipo de humor era el que más le iba.
Lo que sí era lo suyo era hacer cuadros equivalentes a un festival de filtros de colores protagonizados por un batallón de Pequeños Ponys lanzando arcoíris por el orto mientras vuelan sobre nubes de algodón dulce. Y sacar mucho dinero con ellos. MUCHO.
Porque, les guste o no a los que han empezado a insultarle en todos los foros en los que se ha propagado la noticia de su temprana muerte, este tío definió los gustos populares de los abuelos americanos de las últimas décadas más que todas las temporadas juntas de ‘Se ha escrito un crimen’. El tío quería ser tan famoso que se veía entre ‘un cruce de Disney y Rockwell’. Con dos cojones. Ahí va uno de los cuadros que mejor ejemplifican esta sensación tan común de comprender el aviso que sale en la PS3 sobre los ataques de epilepsia:

Pero no se crean que ente onvre era de pintar cosas para niños. No. Lo de invocar a Disney era una maniobra comercial para afirmar su auto-leyenda. Porque yo no puedo condenar a un tipo que se inventa a sí mismo. Feck, que yo me puse mi propio mote en el instituto y, misteriosamente, triunfó. Yo también peco de auto-mercadotectia. Si quieren saber lo que es querer quitarse las córneas y limpiárselas con cristasol, vean esta belleza:

Sin embargo, Kinkaid, además de tener apellido de director de cine porno, era famoso sobre todo por cuadros como este, una orgía de pastel que ni un Dunkin’ Donuts:


Una pintura tan popular en los EEUU que el onvre hasta se produjo su propia película para dar a conocer al mundo cómo llegó al estado mental de inspiración divina para pintar esta cosa. Una producción que, además, contó con la presencia de lo que creo que es un recortable de Peter O’Toole, Lou Grant y el señor alto de ‘Juzgado de Guardia’ y ‘Cromwell, Rey de los Bárbaros’, lo cual demuestra un gusto sórdido en el casting a la altura de su productor.
Sea como sea, el tipo creó toda una industria millonaria con sus cuadros al por mayor. Ante el asombro y odio de muchos. Que olvidaban una clave importante: a ver qué palabra no tiene nada que ver aquí:
Industria. Millonaria. CUADROS.
Gusten o no, esto no se trataba de cuatro snobs pujando dineros absurdos por artit-tas de ‘los de verdad’. Esto es anti-stablishment del güeno, con un tío haciéndose rico vendiendo copias al vulgo. Esta actitud vital atrajo grandes odios. Hoy mismo se puede leer en noticias de su muerte comentarios como “Era el anticristo del arte” o “Un artista horrible… bueno, lo que hacía no era arte, así que diremos que era ‘pintor’”.
Imbéciles. Hay que dejar que cada uno disfrute con las cosas que le dan alegría en su sordidez. Convertirse en paladín del buen gusto denota dos cosas: gilipollez y carencia grave de onanismo.
Claro que mucho del odio hacia Kinkaid venía de su actitud de empresario (¡empresario artístico!¡Qué ordinariez!¡Yo sí que soy un amante del arte, oseaosea, que tengo un Pollock comprado por ocho millones colgado en el salón de mi casa!). Thomas tenía tanta jeta y afán de protagonismo que se llamó a sí mismo ‘El Pintor De La Luz’ y protegió la frase como marca registrada a pesar de que se la había robado a Joseph Turner (uno de mis pintores favoritos, by the way). También utilizaba el capillitismo inherente a los estadounidenses para vender más, pero los freaks no podemos dejar de admirarlo por haber iniciado su carrera artística trabajando en ‘Tygra: Hielo y Fuego’ de Ralph Bakshi, una película en las que salían señoras
así vestidas.
Una afición a las tetas que quizá se acrecentó al trabajar en la peli (pista: seguro que venía de nacimiento), y que le llevó a su gusto por agarrar los pechos de las mujeres. O al menos lo hizo una vez, según el Times. También se le ha echado mierda a mansalva por su gusto por marcar meando el territorio y por emborracharse en un espectáculo en Las Vegas y gritar ‘¡Cojonera, cojonera!’ a los artistas. Esto es, nada que cualquier lector de ente bloj no haría de manera regular.
Todos estos ataques
ad hominem esconden una cosa: el odio de alguien que se atrevió a hacer horterismo sincero en la época de la posmodernidad, la ironía, la oscuridad y los
darnáis. Y cometió la herejía de hacerse rico con ello. Algo que no le perdonan un nutrido grupo de aficionados al arte:
Los gilipollas.