De cómo me convertí, en palabras de mi madre, en un ateo de mierda

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El verano. Momento de tocarse los huevos. Pero yo no. Básicamente porque no le veo mucho interés a magrearse el escroto. Yo soy mucho más de tocarme la chorra, algo considerablemente más divertido que a veces conlleva una explosión de amor, satisfacción y pena de cárcel si lo haces en público.
Una de las opciones estivales para rellenar el blog cuando en lo único que estás pensando es en tetas, vacaciones, tetas y no trabajar, es reciclar un post antiguo. Yo voy a ser más sutil. Voy a volver a relatar una anécdota antigua y engalanarla un poco. Se trata de una vicisitud infantil que siempre me dio pena que quedara enterrada en un viejo meme en el que contábamos varias ‘cosas que no sabéis de nosotros’. Algo absurdo a aquellas tempranas alturas de la vida del blog de escasas visitas. No como hoy, que casi no queda nada que no sepáis de mí. Lo cual es un absoluto desastre a la hora de hacerme el interesante delante de las mujeres. A la mínima de cambio se me escapa lo del ‘Vicisitud y sordidez’ et, voilà, que ya saben desde mis hábitos intestinales hasta mi preocupante gaycidad. Un héroe del no follarás en la vida, hoygan.
Al igual que pasa con todos los orificios de mi cuerpo, pocas cosas de mi infancia quedan ya por explorar. Dependiendo de la época, he escrito de temas muy relacionados con lo que tenía en mente en el momento. Y la cosa de la que llevo un par de años leyendo e informándome más es EL anatema en cualquier ámbito social. Puedes hablar claramente de política (tema sobre el que todo el mundo tiene razón), de economía (tema sobre el que nadie tiene ni puta idea, especialmente si se es economista), de violaciones anales, de caca, de El Caballero Oscuro… pero si no quieres armarla y enemistarte con todo el mundo nunca, nunca, nunca te metas con John Lennon. ¡Ah, sí! Ni con la religión.
A riesgo de perder más amigos que un autista con alitosis (pedo mental insensible nº1 y contando), voy a hablar de cómo me di cuenta poco a poco de que esto de las religiones era una gilipollez (pedo mental insensible nº2 y momento en el que se abre la veda para los insultos en los comentarios o, peor todavía, intentos de salvar mi alma). No se trata de un texto proselitista. Sobre todo porque ni dios sabe qué significa ‘proselitista’. Más bien es una narración personal de mi evolución con la religión. Esto es, algo para lo que no tengo que documentarme y que se puede escribir rapidito para poder ir a la playa, a tomarte un panaché o a mirar porno en internet.
Como la mayoría de españoles, nací en familia católica, apostólica, romana y aficionada a reuniones multitudinarias con tío graciosillo, tío enrollado con pendiente y tía que dispara leche desde las tetas para pasar el rato. Y como andaluz, nací en familia devota de una virgen determinada. Así que durante una buena época, llevé una medalla. De la virgen de Regla.
Aseguro que existen en ciertas zonas de Andalucía multitud de chicas que se llaman Regla.
No diré nada más en respeto a ellas.

Este abalorio procedía de mis abuelos maternos, los cuales, además de religiosos, habían tenido la suerte de vivir en Chipiona. Y digo suerte, porque es un pueblo apañado, con una iglesia apañada y un mecagoenlahostia faro del copón, el cual es el equivalente en señal marítima a la cosa de John Holmes. Estoy seguro de que salió en un capítulo de ‘Megaconstrucciones’. La polla de Holmes, no el faro. Pero debería.
Mi abuelo, farista, era el señor que más influyó en mi forma de ser. De él heredé el ser educadito, el tembleque de manos, el gusto por el mar y, sobre todo, el contar chistes de caca en los momentos adecuados. Esto es, cenas de negocios y velatorios. Sin embargo, lo de su fe religiosa es algo que nunca me entró. Me regalaban postales de santos, pero a mí lo único que me interesaba eran esas en 3D, horterada sin parangón que ha desembocado en mi afición a la Nintendo 3DS y a hacer fotos a todas las chicas de fermoso busto que se pongan por delante de mí sin huir. También me gustaba mucho ir a las iglesias, por aquello de la emocionante posibilidad de encender velas y, por lo tanto, jugar con fuego.
Pero yo era un niño pequeño y tampoco me planteaba mucho aquello de la religión. Dios existe, es un señor simpático y mis tebeos del Antiguo Testamento daban para numerosas horas de acción, violencia, puterío y efectos especiales que, en una época pre-Spectrum, eran preferibles a ponerse a ver ‘La cometa blanca’. Solía ir a misa a una capilla cercana a mi casa en la que cantaban dos señoras a las que cariñosamente conocíamos como ‘Las cotorras’. Tal era mi pasión por ir todos los domingos a misa.
Más tarde, hice la primera comunión en otra sucursal, quiero decir, iglesia. Como todos los niños, lo único que me interesaba eran los regalos. A ser posible, un Game & Watch. Y como calentorro en potencia, ponerme en los ensayos al lado de alguna de las chicas monas de clase. Así que, en adelante, me dediqué a ir a esa parroquia. Recuerdo que por aquel entonces comenzaron a entrarme mis primeros pensamientos relacionados con toda esta parafernalia.
Mientras estaba en misa y comía a escondidas mi bolsa de patatas matutano al jamón para conseguir la pegatina de Los Pitufos (mi verdadera religión por aquel entonces), pensaba que toda esa repetición era muy poco interesante, y que el único momento realmente religioso no era la comunión ni el rezar. Era el darse la paz. Porque, sí: con suerte te tocaba alguna niña guapa cerca. Claro que todo acercamiento era inútil: tenía las manos y la boca grasientas y con olor a sucedáneo de jamón.
La cosa siguió por los caminos usuales para cualquier niño camino de la adolescencia. El ir a la iglesia era una perspectiva más terrorífica que un tacto rectal de Freddy Krueger. Estaba siempre acojonado con confesar la cantidad tremenda de veces que me saltaba la misa, así como la cantidad realmente absurda de veces que cometía actos impuros. Pero no me preocupaba el ir al infierno. Era que el cura me echara la reprimenda. Así que tomé la solución más sencilla: ¡se iba a confesar Hamilton! Yo no le contaba a un señor cómo me la pelaba sin parar. Eso era algo entre mi mano, yo y las pegatinas de Sabrina desnuda .
Con el instituto llegó el tiempo de empezar a pensar un poco. Mi primer rechazo fue a la Iglesia como institución, por culpa de ese pestiño de ‘Las sandalias del pescador’ y por tener una madre muy católica, pero también muy profesora de historia, que te hablaba de las usuales barrabasadas del cristianismo a lo largo de las eras. Básicamente, pasé a una postura de ‘Cristo parecía un señor interesante, pero todo lo que vino después fue una mierda’. Algo que sigo pensando.
Fue por aquellos años en los que aparecieron a codazos entre partidas al Tetris, lecturas de la Dragonlance y otros tipos de actividades dañinas para las neuronas, mis dos primeras muestras de descreimiento. La primera que recuerdo fue una rebelión contra la semana santa. Yo ya había visto ‘Los Diez Mandamientos’ (¡En el cine y todo!). Y no hay que ser un genio (Pista: yo nunca lo he sido) para ver la relación entre la procesión del becerro con la locura Sevillana o de El Rocío. Así que todo me daba un tufillo idólatra, con miles de vírgenes sustituyendo a miles de dioses, que hacía que las procesiones me dieran tal que igual.
Así que salí un par de veces de penitente.
Es que yo quería muchísimo a mis abuelos, y no vean ustedes la ilusión que les hacía que saliera. Por no hablar de la capa roja en plan Drácula que llevaba mi cofradía que me hacía parecer divino de la muerte, jotía. Uno de mis recuerdos más queridos de mi infancia fue estar vistiéndome para salir (lo cual recuerdo que era una operación de una complejidad comparable a ponerle un preservativo a colibrí). Mientras que mi abuela planchaba la capa y mi madre me ayudaba con los complementos, en la tele estaba ‘El enano rojo’. Justo el mítico (porque no se puede decir ‘Enano rojo’ sin ir acompañado de la palabra ‘mítico’) capítulo en el que la tripulación se encuentra con sus réplicas femeninas en otra dimensión. Concretamente en el momento en el que Lister hombre y Lister mujer se despertaban tras una noche de sexo. Exactamente en el momento en el que el diálogo decía (parafraseando):

Pues tú tampoco eres un picha palo

– ¡Mira quién fue a hablar! ¡Miss Almeja Caliente!“Vaya cosas que ve este niño”, fue el lacónico comentario de mi abuela. Alegre ante la magnitud de la obra audiovisual que había visto, pero preocupado por mi alma inmortal, me dispuse a patearme Algeciras vestido como en ‘El nacimiento de una nación’ y escuchando a pobres gentes desgañitándose desde los balcones con las saetas (efectivamente: saetas directas a los tímpanos). Cada vez que cantaba alguien, sólo podía pensar ‘Guayominí, Cero points’. Supongo que los penitentes de hoy en día son más de ‘Estás expulsada de la academia’. También pensaba que me estaban fastidiando la mejor canción de Erasure.Porque iba con walkman debajo de la capucha.

El primer año pasó sin problemas. Pero el segundo fue otra cosa. Justo cuando se acabó el ‘Dare’ de The Human League (en casete de 90 minutos con el ‘Romantic?’ en la otra cara), fui a poner el ‘Wild’ de Erasure (variedad musical en tiempos pre-internet: poca; muy poca). Una operación a realizar con guantes, una sola mano y sosteniendo un cirio con la otra. Con un pulso que me costó no ganar NUNCA una puta partida de ‘Operación’. El resultado: walkman al suelo. Casetes al suelo. Tirón de los cascos con ladeamiento de capucha y tirabuzón del cirio.
Como Ethan Hunt en plenos cuarteles de la CIA, tenía 20 segundos para resolver el desaguisado.
Mamá: a ese penitente se le ha caído algo.
Puto Capitán Obvio. A ver si su madre le pone un bozal.
A lo lejos, el jefe de fila se acercaba hacia mí. Siete segundos. Recoger lo del suelo. Levantarse la máscara y mirar al niño con unos ojos que le dejen claro que si seguía insistiendo no llegaría su primera comunión con vida. Tres segundos. Pon bien el cirio. Dos segundos. Dios, que no se me prenda fuego el traje. Bueno: más bien Dios QUERRÁ que se prenda fuego el traje. Cero segundos:
Cofrade, colóquese bien el capirote.
¡Win!
No volví a salir de penitente. De hecho, creo que todavía tengo lesiones coronarias debido al evento.
Claro que esa anti-idolatría que me hizo rechazar el culto a las imágenes podría haberme llevado por un camino más bien melgibsiano de radicalización religiosa y, por qué no decirlo, profunda idiotez mental. Sin embargo, por aquellos días me entró mi primera idea realmente anti-cristiana. Me explico:
En el colegio en el que daba clases mi estimada madre había una limpiadora. Su hijo le robaba constantemente para endrojarse. Y ella lo perdonaba. ¿Por qué si una madre puede perdonarlo todo, Dios no lo hace? Les transmití mis dudas a todos mis superiores. “Dios sólo condena a los que no se arrepienten”. Pero, puñetas: el hijo de la limpiadora tampoco se arrepiente. ¿Cómo es ella más misericordiosa que dios? Así andaba yo, muy confundido. Pero más o menos consiguieron aplacarme con el rollo de ‘sin arrepentimiento no hay salvación’, si bien seguía pensando que, desde luego, una vez en el infierno, seguro que se iban a arrepentir. ¿Por qué no se iba a apiadar de ellos entonces? Todo esto podría haberlo debatido en mis clases de catequesis de preparación a la confirmación. Pero seamos sinceros: a eso me apunté porque la catequista estaba extraordinariamente buena. Lo único que hacíamos era contar chistes.
Pero yo seguía dándole vueltas a todo. Mi madre me había convencido de que lo realmente importante era la filosofía de Jesús. Que las cosas que se hicieron después que ella me contaba cuando hablaba de historia eran cagadas de los hombres. Y que el antiguo testamento es una chorrada. Por un tiempo, me quedé contento con lo de ‘Amarás al prójimo como a ti mismo’. Joer, eso sí que es una buena frase. Se puede aplicar a todas las decisiones vitales. Básicamente, se reduce a ‘No seas un puto cabronazo’. No es que Jesús fuera el pensador más profundo de la historia, pero al menos dijo las cosas claras. Pero por supuesto, había un problema. Recuerdo que un día iba andando por el túnel que lleva de mi casa a la calle principal de Algeciras (¡Simbología! ¡Simbología!) cuando me vino, cual pedo largo tiempo postergado, un pensamiento. Pero… ¿qué cojones era eso que iba antes? ¿Eso de ‘Amarás a dios sobre todas las cosas’? ¿Pero no quedamos que la soberbia es pecado? ¿Por qué quiere Dios que le lamamos el culo?
En aquella época, nadie supo contestarme. Más bien me encontraba con un ‘tú eres demasiado pequeño para entender estas cosas’. Los caminos del Señor son inescrutables como el tiempo y el espacio en una peli de Albert Pyun. Más adelante, empecé a ver cómo la gente intenta salir al paso alegando que ‘Amar a Dios’ es algo así como una metáfora de ‘Amar a la creación’, pero yo no me lo tragaba. ¡Si lo que molaba de Cristo era que dijo las cosas claras! ¿A qué venían las interpretaciones? Por no hablar de que la primera parte de los Diez Mandamientos se podían traducir fácilmente:
Amarás a Dios sobre todas las cosas. Traducido: ‘Soy la rehostia (Cosa que, de hecho, se supone que soy)’
No tomarás el nombre de Dios en vano. Traducido: ‘Como mentes a mi madre, te meto’.
Santificarás las fiestas: Traducido: ‘Bésame el culo’.
A mí todo eso me sonaba más bien a las palabras del matón que te robaba la merienda. Así que pronto dejé de considerarme católico, a pesar de haberme confirmado (En mi descargo, he de decir que llegué tarde y estuve todo el rato de cháchara con mi amigo el gallego con el que veía VHS’s importadas de TVG que decían: ‘Temos que buscar / a Bola do Dragón / É un gran misterio / É una conmoción’. Esto no tiene nada que ver con la religión. O, en el caso de ciertos otakus, sí). Así que pasé a una postura confusamente deísta, alternando con un proto-agnosticismo, palabra que descubrí, al igual que el término ‘paja’, gracias a El Perich. En su obra maestra ‘De la nada a la miseria’, el genio catalán declaraba: ‘¿Qué diferencia a un agnóstico de un ateo? Pues que yo estoy dispuesto a pedir disculpas’. Los varios niveles de profundidad y cachondeo de esta afirmación se escapaban a mi mente infantil. Pero me hacía gracia.

Convertido ya en un descreído a los 16 años, todavía coqueteé con poco con temas religiosos debido a un profesor de filosofía que básicamente nos daba clases de religión envueltas en Aristóteles y un poco de clubdellospoetasmuertismo. Rápidamente le pillé el truco: cuando se llegaba a un callejón sin salida en cualquier discusión teológica, sólo hay que decir la palabra mágica. Que no es ni ‘Abracadabra’ ni ‘Bonus Life’ ni ‘Apitchapong’. Es ‘Fe’. En alguna clase solté, consciente de que era una salida sofista encaminada a congraciarme con el profesor, que la clave para comprenderlo todo era ese palabro que con el tiempo he llegado a despreciar hasta el punto de insultar a la pantalla de cine durante la proyección de ‘Las crónicas de Narnia 2: El príncipe Caspa’ (Resumen rápido de la peliculita: tú estás puteado; dios no te ayuda hasta que le sale del orto; tú te jodes, tienes fe y ni te cuestiones el porqué, que te meto)

Así que el tío intentó captarme para alguna organización eclesiástica. No sé si el Opus o alguna otra secta de palo similar. El caso es que, tras un par de almuerzos juntos, creo que se dio cuenta de que lo que yo tenía era muy poca vergüenza. Y que pasaba absolutamente de la religión.
El tiempo pasó y, gradualmente, la evidencia fue apilándose. Durante una época seguía haciéndome gracia el panteísmo y los rollos new age. Sobre todo porque traían consigo música celta, velas con olores agradables y, sobre todo, la posibilidad de disfrazarte de Gandalf y alegar motivos religiosos. Pero nunca me lo tomé en serio. Siempre me pareció que todo era una engañifa de gente que piensa que algo, por ser viejo, ha de ser verdad.
En esto que la iglesia española empezó a ponerse muy pesada. Su homofobia empezó a joderme. Sus injerencias políticas, a cabrearme. Y sobre todo, esa afirmación de que, sin sus diez mandamientos, no habría moralidad. Una gilipollez que quedó refutada con gracia incluso en un capítulo de Los Simpsons en el que, estando en el desierto, un ladrón, un asesino y un promiscuo se joden porque desde que Moisés sale con las tablas de la ley, no podrán seguir con sus profesiones perfectamente aceptables. Un momento extrañamente avanzado de la historia del hombre. Mira que tardó en decirle (a través de otro tipo, claro) a la gente cómo tenía que comportarse.
Para mí, eso sí que era inaceptable. Si la palabra de dios era tan chachipiruli, ¿por qué esperó tanto tiempo para hacerse escuchar y, con todo, sólo se lo comentó a un puñado de señores en el desierto? ¿Y los pobres señores que adoraban a Zeus o a Odin? ¿Esos se joden? Mi mente joven ya no pudo más y se declaró 100% catholic-free.
Bastante tiempo más tarde llegaría el 11-M, Dawkins, Hitchens, Harris, George Carlin y navajas de Occam para convencerme no sólo del famoso problema de lo innecesario de un dios en el universo (con el famoso ‘Si el creador creó el universo, ¿Quién creó al creador?’), sino sobre todo de un hecho bien irónico:
Nadie cree en todos los dioses. Por lo tanto, todos somos ateos de las deidades ajenas. Así que no os enfadéis conmigo por este texto veraniego todos los lectores y amigos religiosos. En el fondo, compartimos un 99% de ateísmo. No nos peleemos por ese 1% de nada.

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