Instrumentos del infierno: La gaita

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La música tradicional. Esa cosa que puede tener tres efectos en el oyente:

1.- Aumento del ardor localista: En el fondo, una especie de versión más respetable del ver Mazinger Z o, dependiendo de la edad, Los Caballeros del Zodiaco y ponerte nostálgico: es algo generalmente poco soportable, pero que te recuerda a lo que has mamado mientras crecías. Un sentimiento nostálgico que sólo puede llevarte a exclamar: ‘¡Qué bonica es mi tierra!’

2.- Aumento del ardor por la tierra de otros. Escuchar folk de lugares ajenos genera imágenes de tópicos turísticos que llevan a un ‘¡Qué bonica es la tierra de los otros!’ Esto último, en el caso de las músicas de países subdesarrollados, se convertiría en ‘¡Qué bonicas son las idiosincrasias del tercer mundo sin coger disentería mientras escucho estos tambores!¡Cómo me pone el exotismo congoleño sin riesgo a que me peguen un tiro!’.

3.- Rechazo absoluto del ardor localista y, en general, el conocido como ‘síndrome de querer extraer el tímpano arañándose la oreja con la uña del dedo chico’. Esto suele darse entre hijos criados en hogares en los que el efecto número 1 era constante en los progenitores. Lo sabes bien: si tienes descendencia, lo más probable es que acabe odiando exáctamente todo lo que te gusta a tí y abrazando todo lo que te da repelús. Por eso no tengo hijos. Estoy seguro que no sólo heredaría mis problemas intestinales sino, lo que es peor, sería fan de Muchachito Bombo Infierno, de Angelopoulos y que se haría gallolas con porno hindú. Seguro que sería una especie de Bizarro Paco Fox con perilla, como el Spock alternativo.

Yo pertenezco a una también usual mezcla del segundo y tercer punto. En algún momento de mi primera adolescencia, justo entre las pajas, escuchar a Battiato, las pajas, el Spectrum y las pajas empecé a escuchar música celta. Yo creía que porque me recordaba a El Señor de los Anillos (¡qué coño, no nos hagamos los cultos!: ¡era a la Dragonlance!). Pero sospecho que en realidad era por oponerme brutalmente a las casetes de Romero San Juan con las que me torturaba mi padre. O a la música de carnaval de Cádiz, una opción estética que se basa a menudo en ese maravilloso instrumento llamado kazoo y que yo conozco cariñosamente como trompetilla porculera de chirigota.

Con el tiempo acabé convirtiéndome en un conocedor medio de la música celta, gracias sobre todo a que se puso de moda unos años después, cuando a todo el mundo le dio por grabar un disco con flautas y, obviamente, gaitas. Las putas gaitas.

Por supuesto que existen otros instrumentos más terroríficos que éste. No hablaré de las tan de moda vuvuzelas, pero no puedo dejar pasar la oportunidad de nombrar al menos el didgeridoo. Ver a un perroflauta dándole caña a una cosa incapaz de generar melodía y que parece exáctamente el sonido de evacuación intestinal de un hipopótamo siempre me ha fascinado. O dado ganas de liarme a patadas con la cosa. Me refiero al instrumento, no al perroflauta. O no.
Pero hoy esto va de gaitas. Porque siempre he dicho que en este blog solemos hablar de cosas que nos gustan. Y a mí me encantan. Pero no somos de los que piensan ‘yo soy la hostia luego lo que me gusta es la hostia’. Por lo tanto, reconozco que estamos ante un instrumento sórdido, conocido cariñosamente como ‘ese aparato del infierno’. Porque entra dentro de ese grupo selecto (en el sentido de ‘selecto que produce horror absoluto en el oyente’) de instrumentos que, cuando son tocados mal, hacen que sientas como las conexiones neuronales se rebelan y comienzan a darte calambrazos en los testículos. Y, cuando son tocados bien, también. Porque no en vano la cosa TIENE forma de escroto. No dudo que existía un motivo doble para que se tocaran en batallas: para animar a la gente a ensartarse en una espada antes de seguir escuchándolo o para acojonar a los contendientes ante la visión de un tipo soplando en unos enormes cojones mientras los estruja con el sobaco. Una imagen poderosa que tengo que reconocer que para muchos es la representación gráfica de la palabra ‘porculero’. No en vano, la RAE nos dice que un ‘soplagaitas’ es un estúpido. Aunque yo añadiría otras acepciones. Porque no podemos obviar lo poderoso de la metáfora sexual del acto de tocar la gaita. ¿Cuántas veces se habrá dicho la frase ‘¡Pero no soples, chupa!’? No tengo ni idea. Pero sé seguro que si además va acompañada con estrujamiento escrotal, la expresión va seguida de un grito de horror. Similar, todo sea dicho, al sonido de una gaita. ¡Todo tiene sentido!

Y ahora, después de tantas gilipolleces, un poco de curtura. Las gaitas nacen en los albores de la humanidad, cuando la gente todavía no sabía qué era una pastilla de jabón, pero al menos tampoco conocían a Belén Esteban. Multitud de pastores alrededor del mundo, entre polvete y polvete ovejero, pensaron en coger tripas de animales y añadir huesos por los que soplar. Sí: eran tiempos en los que la gente era realmente inventiva. Maléficamente inventiva, diría yo. Me pregunto: ¿Cómo se generó tan gorrina idea? ¿Fue en un concurso de ‘yo pueo soplá la flauta más fuerte pa’spantá lah vacah de Marcelo de la cerca d’alao’? Y, sobre todo, ¿eran conscientes de las implicaciones homosexuales de todo esto? Si estaban en Grecia, no lo dudo.

Algunos historiadores defienden la idea de que los romanos llevaran consigo las gaitas a Bretaña. Yo no veo al Imperium como un ente TAN cruel, pero así lo he leído en un libro. Una importación que, extrañamente, no logró que naciera un movimiento independentista estilo Frente Popular de Britania. Acueductos, sí. Alcantarillado, también. Pero dar por culo con las gaitas, eso es opresión de la dura.

En Escocia se les pilló especial cariño, en una clara muestra de embriaguez colectiva. Se dice que sonaron en la famosa batalla de Bannockburn, aquella que realmente logró la independencia temporal de la región, capitaneada por un pobre hombre llamado Robert The Bruce. Héroe escocés que, gracias a Hollywood y ‘Braveheart’, es mundialmente conocido como ‘el hijoputa que traicionó a Mel Gibson’ en lugar de ‘el hijoputa que ganó Bannockburn utilizando las gaitas como armamento de destrucción psicológica masiva’. Pero vamos: que tampoco es un dato muy fiable. También se dice que el Activia te hace cagar y miles de mujeres con estreñimiento pueden atestiguar que no sirve para nada. No le hagáis demasiado caso a lo que leéis por ahí. Y menos si es en un blog que se llama ‘Vicisitud y sordidez’.

El caso es que, cuando los escoceses fueron derrotados en el siglo XVIII tras las Rebeliones Jacobitas, el instrumento empezó a estar mal visto en el sentido de ‘te meto en la cárcel y te corto todos los apéndices en el cuerpo’ de mal. Se lo consideraba como un símbolo del nacionalismo local debido a que había acompañado en las batallas a cientos de tipos con falda y sin ropa interior. Algo que debería haber producido más bien hilaridad, pero no seré yo quien se ponga a interpretar el sentido del humor de un gobernante inglés del XVIII. ¡Si sólo un par de siglos antes el chiste de moda en la corte era cortarle la cabeza a las esposas!

Las gaitas fueron sustituidas en las verbenas populares por lo que Ian Anderson llama ‘La cosa estrujante del infierno’, que es la descripción más adecuada de ese instrumento conocido como ‘acordeón’ o, entre sus practicantes, como ‘¿por qué habré estudiado esto que me hace parecer Urkel habiendo estado en mi mano pillar una guitarra e intentar follar con grupis?’.

Pero sabemos que todo vuelve, como las gafas de sol inmensas, Ace of Base o Goku cada vez que se lo cargan. Y a principios de los 70 la música tradicional británica se puso de moda, sacando de la tumba tanto a la ensordecedora gaita escocesa de las Tierras Altas de donde era Connor McCloud, como a la más tolerable en cuestión de decibelios gaitas de Northumberland.

Los irlandeses, por su parte, decidieron que eso de soplar un tubo del que colgaba una bolsa era demasiado para unos tipos que, no lo olvidemos, no solían llevar faldas. Al menos en público. Así que se especializaron en las ‘uilleann pipes’ (gaitas de codo), así llamadas por tocarse con el sobaco en lugar de con la boca. ¡Si hay que hacer algo con la bolsa es estrujarla! Ellos sí que saben. No como el resto del mundo, que utiliza el espacio entre el tronco y el brazo para hacer sonidos de pedos. El instrumento en sí es bastante más complejo,y la cosa implicaría comenzar a hablar de octavas y reguladores, pero aquí tampoco estamos para ponernos técnicos. Básicamente porque no tendría ni idea de lo que estaría escribiendo. Basta saber que se trata de la gaita más difícil de tocar, pero también mi preferida y la que suena más bonica, al estar pensada para ser usada en lugares cerrados. Claro que suena bien sólo si la toca alguien tan jrande como Paddy Moloney.

¡Qué música más bonita! ¡Qué bellez….aaaaaaarggg!

Los gabachos también tienen su propia gaita de sobaco, llamada la musette de cour, lo cual se traduce como ‘gaita de la que nadie habla porque no la tocan los Chieftains ni Carlos Núñez’. En general, según vamos bajando geográficamente, el poderoso sonido de las tierras altas se ensordidece más. Y comienzan a salir más tipos de gaitas que chorros de sangre en una partida de Mortal Kombat. También en Francia está la binioù, una variación bretona de tortura poco refinada que viene a ser como si una gaita fuera un coro de pitufos que se hubiesen pimplao cien cubatas de helio:

Ya en España, la cosa se pone extremadamente complicada. Como todo el mundo quiere su hecho diferencial, todo dios tiene su instrumento con ligeras modificaciones. Hasta los catalanes desarrollaron un tipo que, por lo que he leído en la wikipedia (yo siempre consulto fuentes de calidad), a veces se llama acertadamente ‘coixinera’, sin duda la forma definitiva del término adaptado al Idioma Mundial. No es éste el blog en el que se deban listar todas. Feck, este no es el blog en el que se deba hablar de la gaita y punto. Pero es verano y escribo de lo primero que se me ocurre. El que la palabra ‘gaita’ saltara a mi mente cuando me puse delante de la hoja en blanco es algo entre mi psicóloga y yo.

La más famosa de todas las gaitas peninsulares es obviamente la gallega, que también es una de las más evolucionadas a nivel estructural. Y es que en esa región se vivió un renacimiento brutal de la música folk en los 90 que encumbró a gente como Milladoiro o, sobre todo, Carlos Núñez, pero que también trajo el horror de las pandereteiras. Un terror monocorde que ni siquiera conseguiría que alguien se hiciera en Facebook ‘Fan de señoras que se meten a pandereteiras’. Y eso es muuuucho decir.

En segundo lugar del ranking de popularidad está la gaita asturiana, conocida principalmente por salir en una botella de sidra. Personalmente, esta variedad tiene un algo que la hace especial: que me suena a pito cutrongo. No es el terror agudo de la bretona, pero a mis machacados oídos le parecen algo así como la versión de tómbola de feria de las gaitas más famosas. Mientras que con las escocesas quiero dar mandobles de espada en batallas o romper piernas jugando al furbo, con las asturianas (e incluso un poquito con la gallega) sólo estoy esperando que me den un perrito piloto y un dominó de plástico. Ahora habré herido sensibilidades. Pero es que realmente son instrumentos para herir sensibilidades. No en vano el asturiano Hevia inventó la gaita MIDI para que sus alumnos pudieran practicar en casa sin que sus vecinos los echaran de esa su Comunidad. No de vecinos: de la Autónoma. Porque para muchos, las gaitas, al contrario que Brummel, mejor cuanto más lejos. Pero no para mí. Porque ya lo he dicho: hasta el Always Look on the Bright Side of Life es mejor con gaitas. Vayan al minuto 3 para descubrirlo:

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