

Una ciudad que ha desbancado a San Agustín (El Ejido) como el sitio más feo en el que he estado nunca (El tal San Agustín es, a propósito, el pueblo de mi propia munhé. ¿Pero qué coño nos pasa en nuestra familia?)
Así que lo que toca ahora es, como ya hice en otra ocasión, utilizar este blog para lo que usualmente existe el medio: como relato personal. O, en términos más claros, para llorar las propias desgracias y que dos o tres te den unas palmaditas virtuales en la espalda. O un par de hostias por no publicar las anunciadas actualizaciones épicas de hace un par de posts.
Así que me fui de viaje al desierto. El pueblo en cuestión está en la frontera entre Méjico y California. Así que los que la fundaron tuvieron un ataque de originalidad digno del equipo creativo de zumos Pascual y le puso ‘Mexicali’. Lo cachondo es que la localidad en el lado gringo se llama, en otro arranque de branding de calidad, ‘Caléxico’. ¿Cuánto molaría que Gibraltar se llamara ‘Andaluspaña’ y La Línea de la Concepción ‘Espándalu’? Efectívamente: nada.
Allí llegué dos días antes del bodorrio porque previamente a la celebración oficial habría una boda civil. Concretamente en California, porque en esa maravillosa y pintoresca nación de mariachis les pedían un bonito soborno para agilizar los trámites. Cabreado por el viaje y porque mi hermano no hubiera optado por la opción sórdida natural de casarse en Las Vegas, llegamos tarde (cosas de la frontera y el apollardamiento general de la pareja de novios) a un sitio llamado El Centro (con el consiguiente cachondeo y confusión de avisar a la gente, estando en Mexicali, de que había boda ‘en el centro’, cosa que tal ciudad, de espantoso urbanismo, tampoco es que tenga)
Tras una espartana ceremonia y posterior almuerzo en un lugar con este letrero…


El resto era como pasear por una Almería de 1971 que misteriosamente hubiese adoptado el urbanismo poligonero de Los Ángeles tras un terremoto. Que hubo. Varios. Pero yo del segundo no me enteré, porque estaba en mi habitación viendo ‘Rocky III’.
¿A que pensabais que iba a hacer un chiste de caca?
Tranquilos, que ya llegará.
En nuestros paseos atascados cinco personas (más conductor) en un taxi con olor a refinería del Campo de Gibraltar, contemplábamos extasiados edificios con más grietas que Geraldine Chaplin, centros comerciales con cachos derruidos y señores vendiendo en el semáforo marionetas de El Chapulín Colorado y el Chavo del Ocho. ¿Para cuándo un crossover multiestelar entre El Chapulín, Espinete, Caponata, Don Pimpón y La Chilindrina? Quiera dios que para nunca.
El día del bodorrio (con el 100% de invitados y un seudo-cura calvo) comenzó con un mal augurio: no habría mariachis. Mi inicial decepción se atenuó cuando pensé que, en el fondo, eran buenas noticias. Si bien todo grupo musical con trompetas y bigotones es una cumbre de la sordidez, las delicias que pueden deparar una banda normal hard-casio de bodasbautizosycomuniones en Méjico tenían un potencial aún mayor.
El evento se celebró al lado de una piscina con una gran y escandalosa fuente. Lo cual ofreció dos ventajas: que el padrino pudiera comentar por lo bajo su afán de tirar al pastor a la piscina con mi hermano intentando aguantar la risa y que no se escuchara ni pijo del larguísimo sermón religioso más allá de continuas referencias a tener descendencia, que para eso está lo de casarse. Y yo creyendo que era para poder tener 15 días de vacaciones en el curro…
El tema religioso-sectario-folklórico-bombertorero se elevó a altas cotas de vicisitud cuando el buen señor pidió que las cuatro filas de invitados extendieran su brazo derecho, palma abierta, para bendecir a los recién casados. Espero sinceramente que mi hermano no ponga el video de la boda antes de editarlo delante de su familia política, pues lo único que se me ocurrió es, amparado por el escándalo de la fuente, gritar al micro ‘¡Sieg Heil!¡Sieg Heil!’. Adiós a mis buenas relaciones con mi nueva familia política. Que, por ahora, eran las que tiene que tener cualquier persona de bien: inexistentes.
Porque realmente hay un impulso dentro de nosotros que nos empuja a decir inconveniencias en los momentos más supuestamente emotivos. O, al menos, eso es lo que me pasa a mí. Quizá será porque, si bien hay gente que se emociona en las bodas, yo no soy gay. Prefiero eventos como el casamiento de El Gamba, en la que el señor, en un arranque de frikismo descontrolado, sólo se le ocurrió ir al altar con un tema de ‘La Guerra de las Galaxias’. NO del ‘Episodio IV’. NO del ‘Episodio V’. Sino de ‘Memorias de Naboo’ (AKA’ El Ataque de los Cojones’). Eso sí que es actitud. Y quizá una deferencia a los invitados más nérdicos para que nos divirtiéramos intentando averiguar qué banda sonora era la que iba a sonar más tarde (¿era eso ‘Ben Hur’?¿Tendrá los cojones de que suene el final de’ Flash Gordon’?¡Madre de Dios, acaba de citar ‘Señales’ en su discurso en el altar!) Así SÍ que se ambienta una boda.
Intentando pasar desapercibido entre los invitados (algo complicado cuando eres el único rostro pálido con pecas), atendí escudado tras la cámara de vídeo al primer gran topicazo del bodorrio: las fotos de los novios por parte del profesional de turno. Ese ataque visual a nivel de tarjeta de comunión pero para gente con muchos más pelos en la entrepierna que, en esta ocasión, en lugar de irse al usual jardín bonito de la ciudad, se tuvo que hacer en una habitación al lado de la piscina. Porque era de noche y porque tampoco había ningún sitio bonito en esa ciudad al que acudir, por supuesto.
Más tarde, llegó la gran sordidez y momento cumbre de vicisitud de toda boda: el banquete. Y allí estaba la banda. Compuesta de bajo, caja de ritmos y Hard Casio. El señor del sintetizador se arrancó con el inicio de ‘A Whiter Shade of Pale’ mientras hacían las pruebas de sonido, lo que me dio un rayo de esperanza. No en vano, en Mexicali se celebra uno de los festivales de progresivo más importantes del mundo. Pero no iba a ser. El repertorio consistió sobre todo en los equivalentes locales a los grandes éxitos de Perales y Paquito el Chocolatero. Con un coro de dos tíos y dos tías:

En general, todos los bodorrios mundiales son más o menos lo mismo. El mundo no está unido por ideologías, el amor o la afición a meterse con los de la capital, sino por la sordidez. Las bodas multitudinarias son una sucesión de saludos a gente que no conoces ni volverás a ver y, sobre todo, un puñado de tradiciones firmemente ancladas en el sano deporte del sonrojo constante. Aquí se dieron casi todas: cortar el pastel para dejar constancia fotográfica de que los novios saben manejar un cuchillo. Tirar el ramo para que lo pille alguien deseando pasar el resto de la noche siendo torturada por todas las invitadas de más de 60 años o con aquellos con la misma imaginación para conversación ligera que una alcachofa. El baile de apertura que demuestra dolorosamente que las clases de baile apresuradas no sustituyen el talento natural. El grupo musical interpretando el Thriller con caretas de tienda de los chinos:
