Mis vicisitudes calzoncillísticas

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Toda gran epopeya que un onvre de pro tiene que afrontar en su vida comienza, obligatoriamente, con la frase “Coge unos calzoncillos y…”. ¡Ese y no otro es el principio de una fascinante aventura! Porque no me digan que el tostón de los anillos del Señor no mejoraría automáticamente un 23% si Gandalf dijese “Frodo, coge unos calzoncillos y el anillo que…”. O, cambiando de libro ¿No sería igualmente adecuado un “Amigo Sancho, coge unos calzoncillos que nos espera la tierra de las aventuras? Aunque, la verdad, a Sancho siempre me lo imaginé más en plan comando, don’t ask me why.

De hecho, mis mayores epopeyas laborales – tipo ir a montar un anuncio a Ciudad del Cabo – comenzaron con una llamada de teléfono que decía “Coge unos calzoncillos que tienes un vuelo que va a París, allí coges uno a Johannesburgo y luego, allí otro a Capetón. No, por Murcia no pasaba el avión”. Incluso, a la vuelta, me decían que tenía que seguir montando en Barcelona. Yo pedí que me dejasen pasar un momento por mi casa antes de pillar un puente aéreo y los de la productora, totalmente atacados, me decían “¡No, vete directo a Barcelona! ¡Te busco un hotel donde te laven los calzoncillos!”. Hasta en la desesperación se recuerdan las prioridades.

Decía nuestro amigo Portrait que en la vida toca elegir bandos: si el Cola Cao o el Nesquik, si el PSOE o el PP, si Betamax o VHS, si Celta o Depor… Añadan a esa lista, entre los primeros lugares, el elegir slip o boxer, por favor. Yo, evidentemente, elegí los testículos prietos con el glande reposando en el suave lecho del vello púbico – pese al ocasional riesgo de enredamiento de éste en el prepucio – mientras que Paco optó por la filosofía de los huevos colgaderos que entiendo pero no comparto. Otros amigos, víctimas de la metrosexualidad o de hacer caso en demasía al gusto poco informado de las mujeres optaron por la opción Calvin Klein del boxer ceñido, que implica lo peor de los dos mundos. Por un lado, los huevos no son colgaderos y, por otro, la chorra pasa a pegarse molestamente al muslo sudoroso. Eso, por no decir que esos calzoncillos terminan siguiendo la tendencia natural de todo slip, que es la de encogerse y meterse por la raja del culo aspirando a ser un tanga. Sólo que tal cantidad de tela ahí nunca es cómoda.

Pero no estoy ici para hablarles de moda sino para, una vez más, humillarme públicamente relatado las múltiples vicisitudes calzoncillísticas sufridas a lo largo de mi vida.

Lo primero que me viene a la mente eran las siestas en la guardería. Por el motivo que fuese, de cara a afrontar el suceso – bastante común – de que un infante se hiciese pipí o popoch, en la guardería sólo tenían bragas de repuesto. Por ello, el niño que involuntariamente plantare un pino durante la hora de la siesta, al choteo que tenía que sufrir por parte de sus compañeros hijos de puta tenía que añadir, a continuación, el que le quitasen los pantalones, le limpiasen el orto, le pusiesen unas braguitas – que pese a tener tierna edad, ya comenzaban a oprmir el paquetíns – y, aluego, tener que evitar que sus compañeros, para descojonarse de dichas braguillas, le subiesen el mandilón (creo que fuera de Galicia la gente dice «baby», pero yo, si no es para decir «baby baby» no uso esa palabra en vano).

Creo que el haber usado la palabra “hijos de puta” da a entender que, alguna vez, planté un pino. Y el trauma subsiguiente también explicaría por qué la imagen icónica de Marilyn en ‘La tentación vive arriba’ me causaba todo menos erotismo.

La siguiente aventura que todo onvre experimenta con sus calzoncillos es el tener que cuidar de éstos cuando abandona el hogar paterno. Esta labor, que aparenta ser muy simple, en absoluto lo es. El primer obstáculo para muchos es el lavarlos (no es mi caso, hoygan). Ello me llevó a ver el caso de gente que se compraba calzoncillos de mercadillo, llevaba puesto el mismo durante siete días y, al octavo, lo tiraba a la basura. Por no hablar del suceso de cierto compañero mío y de Paco de la Escuela de Cine que iba, en pleno mes de diciembre, y con nevada, sin calcetines. Evidentemente, era por no molestarse en lavarlos. Armados de valor, le preguntamos “¿Corren tus calzoncillos la misma suerte?”. Aquel día, confirmada la no existencia de los calzoncillos bajo sus pantalones, nos sentamos un par de sitios más allá en clase.

Un servidor, sin embargo, era del bando opuesto: de cuidar mucho los calzoncillos propios pero de ser el terror de los ajenos.

Cuando estaba en el colegio mayor, para uno de mis cutrecortos – lo cual me recuerda que tengo que hacer un post sobre mis vicisitudes cortísticas – decidí que quería decorar una pared llenándola de calzoncillos colgados. Cuando, usando todos los míos, vi que ni de coña llegaban, comencé a pedírselos prestados a la gente. Sorprendentemente, conseguirlos no fue difícil. Lo complejo, empero, fue devolverlos. Imaginen la escena: voy a la una de la mañana por las escaleras y me encuentro a dos hablando. A uno de ellos le digo “¡Espera, Ricardo, que ahora te los devuelvo!”. Voy corriendo a mi habitación y regreso con ocho calzoncillos que le entrego ante la estupefacta mirada de su amigo. “Ricardo… Supongo que tendrás una explicación para esto ¿no?”. Ricardo optó por tartamudear y callar antes que explicarle “es que los quería para decorar una pared para un cortometraje”. Porque tal depravaçao de explicación no sólo te define como gayer redomado sino también como gayer tipo “A ti te gusta que vicisitud se ponga un traje de luces con tus calzoncillos por montera mientras te hace masajes con pasta dentífrica al compás de un cd de Phil Collins”.

Quizá por ese motivo no di ninguna explicación a mi señora madre cuando, estando ella en mi cuarto, vio unos boxer estampados – también recolectados para el corto – que, claramente no eran míos. “¿Y esto, filliño?”. Mi amigo Juan Carlos, presente también en el cuarto, agachó la vista y dijo “Son míos…”. No comentamos más y mi madre dejó claro que estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa de su hijo.

Cuando pasé a vivir en un piso, otra cosa que se puso de moda fue el asalto al cajón de los calzoncillos ajenos. Todo comenzó el día que uno de mis compañeiros, Vitijito, se quedó sin calzoncillos limpios y fue a pedirle unos prestados a otro de nosotros. Y, claro, ya que se había dado el paso crucial de que te prestasen algo tan íntimo, pues… ¿por qué no elegir los más épicos? Durante el resto del día, Vitijito se dedicó a exhibirnos unos calzoncillos de lycra amarilla fosforito con adornos negros que recordaban al primer traje de Lobezno. Lo cual demuestra lo nocivo que es que vivan juntos varios onvres sin novia (aunque lo de la novia tampoco arregla las cosas: Paco me regaló, poco después, una huevera escocesa que sigue protagonizando sus peores pesadillas). Yo también intenté apuntarme a la moda con mi cuñao. Pero, a la que los demás le decían “Moncho, déjale los calzoncillos del fenómeno (unos ceñidos de seda roja)”, éste sólo pudo responderme “Hombre, te los prestaría, pero es que son un regalo de tu hermana”. Hay fronteras que no pueden cruzarse.

Sí las cruzamos cuando otro amigo – Machango – pasó, de permiso de la mili, por nuestro piso. Hizo una inmensa colada de ropa verde con logos de “ejército español”. Ni que decir tiene, ninguno pudimos resistirnos a llevar puestos unos calzoncillos del ejército español. Como souvenir, nos regaló unos “calzoncillos de camuflaje” que son, básicamente, el coser varios retales de tela verde a un calzoncillo para poner éste encima del casco. Y es que ponérselos en la cabeza no es algo que únicamente se haga para generar debates tipo “¿Cómo estoy declarando más abiertamente al mundo que no follaré en la vida: así o con una camiseta de DJ Spock?”. Moraleja: no todo en el militarismo es malo.

Mi siguiente fase fue abandonar la soltería pero vivir a caballo entre el piso de mi novia – de una sola habitación – y el de mis compañeros, en el que seguía teniendo el ordenador y demás frikismos. Ello implicaba, como en toda buena aventura, que muchas veces cogía unos calzoncillos e iba a dormir al piso de mi novia. Lo interesante, empero, llegaba al día siguiente, cuando volvía a hacer cualquier curro a mi ordenador y me llevaba los calzoncillos usados en una bolsa del Día. En algunas ocasiones, no iba directo al piso, sino que daba una vuelta por ahí y entraba en varias tiendas de esas que te dicen “por favor, deje la bolsa en el mostrador y recójala a la salida”. Creo el gaiteiro yonki de Vigo era mirado con más consideración de la que los escandalizados dependientes me dedicaban al recoger una bolsa del Día con unos calzoncillos usados dentro. Que se jodan, por desconfiados.

Creo que ese fue el motivo de que lanavaja y yo buscásemos un piso para ir a vivir juntos. Ya ven: las grandes – y mejores – aventuras de ayer hoy y siempre comienzan por coger unos calzoncillos y…

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