Mis vicisitudes cortistas

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En el mundo del cine hay una palabra que me causa un pavor comparable a la perspectiva de un ménage à trois con Carmen de Mairena y Esperanza Aguirre. Un término temible que mezcla un 50% de vicisitud, un 50% de dolor intelectual y un 50% de frustración. Esta maravilla capaz de desafiar la lógica tiene un nombre:

Cortometraje.

Los lectores habituales ya sabrán de mí todo tipo de vergonzosos datos: que salí de penitente escuchando un walkman con The Human League. Que mi extrema gaycidad es todo un misterio en el campo de la sociología. Y, ahora, gracias al primer párrafo, que las matemáticas no son lo mío. El siguiente paso será relatar mis experiencias en el lamentable mundo del cortismo. Y eso sólo puede significar una cosa: que se me están acabando las vicisitudes a narrar. Al fin y al cabo, mi vida ha sido básicamente normal. Tampoco es que lleve desde la cuna pasando vergüenza. No me ha dado tiempo a vivir muchas más vicisitudes lementables que las ya relatadas. No porque todavía tenga treinta y tantos, sino porque, si te pasas media vida metido en una sala de cine o en el videoclub, tampoco es que puedas vivir aventuras en plan Miguel de la Cuadra Salcedo.

Pero mi exceso de cine sí que sirvió para algo: condujo mis pasos hacia el audiovisual. Y, claro: todo aquel aficionado al cine que estudia algo relacionado acaba tarde o temprano enfrascado en el terrible empeño de crear esas pequeñas obras de tortura que se conocen como ‘Cortometrajes’. Diréis que soy un exagerado. Por supuesto, tendréis razón. Pero todo aquel que ha estado en un festival dedicado a este género sabe que el grueso de la producción es lo que se conoce en ámbitos científicos con el nombre de ‘lavativa’.

¿Y qué puñeta hacía yo paseándome por ese tipo de eventos, a sabiendas que hoy en día prefiero confesar que me he dado un garbeo por la zona portuaria de Algeciras oteando pilinguis antes que reconocer haber ido a un festival de cortos sin que me obligaran? Pues a eso vamos.

Hoy en día, gracias al digital y a los programas de edición, cualquiera puede marcarse una obra audiovisual presentable. Pero en los noventa la cosa no era tan sencilla. Con las máquinas analógicas, los productos de aficionado rodados en video hacían saltar las lágrimas de todo aquel que los veía. No por malos, sino porque la calidad resultante tras tres o cuatro generaciones era todo un atentado visual que hacía que salieran callos en las córneas.

Yo empecé grabando escenas sueltas y montándolas directamente con el avanzado método de usar el botón de pausa del VHS. El resultado solía ser una cosa que no sólo no cabalgaba audios, sino que mostraba un bonito salto cada vez que cambiaba de plano. Visto el desastre, esperé a la facultad para grabar más cosas.

El primer intento fue una maravillosa ovra titulada ‘El ataque de las televisiones asesinas’, memorable porque me dediqué a vestir a mis amigas y a mi propia novia como putas con el pelo cardado que eran atacadas por una televisión que mostraba una trompa gigante que salía de la pantalla echando puré de patatas.

Freud tendría un par de cosas que decir de eso. Mi novia también. Concretamente, ‘hijodeputa’.

Esta vergüenza quedó tan mal que nunca la sonorizamos. En parte porque quedaba infinitamente más graciosa con el sonido directo, que no sólo impedía que los espantosos diálogos se escucharan con claridad, sino que ofrecía grandes momentos de vicisitud cuando algún actor gritaba exabruptos en voz baja para no molestar a los vecinos.

La segunda oportunidad vino del típico profesor que ofreció subir nota a cambio de un trabajo. Y yo convencí a unos amigos de que hiciéramos un videoclip. No recuerdo en absoluto de qué iba la asignatura (algo que me ocurre con el 80% de las de mi carrera), pero el caso es que el tipo tenía algo que ver con la semiótica y era fan de Battiato. Así que pensamos es hacer un video relacionando al cantante con Baudelaire y el pensamiento de los nómadas de la canción homónima.

No, a día de hoy, no tengo ni idea de qué significa eso.

Y entonces tampoco.

Nos pusimos manos a la bazofia y grabamos tres jornadas: una con un tipo vestido de época escribiendo para la introducción. Otra de planos que sólo podían describirse como una versión de ‘Losing my religion’ con olor a bocata de chope y una última en un espantoso parque sevillano para tener recursos de naturaleza, pues sabíamos que en una cosa semiótica CUALQUIER imagen que pusieras podría tener sentido.

Entonces yo pillé un herpes en el ojo (¡DOLOR!) y abandonamos el proyecto. Unas semanas antes de la fecha de entrega, mi amigo Jorg y yo nos metimos en la sala de montaje, con un 20% de material necesario para cubrir la canción. ¿Qué podíamos hacer?

Muy sencillo: usar lo que grabé en mi visita al castillo de Castellar y al Parque de los Alcornocales con mi novia.

Lo que salió daba una vergüenza exquisita. Nuestra falta de escrúpulos llegó hasta el punto de que, como estábamos aprovechando hasta el último segundo de metraje, pusimos un plano ralentizado de uno de los miembros del equipo que sólo salió un segundo mientras bajaba la cámara y la apagaba. Total, si aparecíamos todos (incluido algún amigo mío de Algeciras), qué más daba uno más. Claro que mi momento favorito era una toma de un aspersor regando las plantas al ritmo de la música, justo cuando llegábamos al solo final de la canción, momento en el que, efectivamente, ya no me quedaba material que aprovechar.

Flash fordward a dos años más tarde. Una guiri de Erasmus nos ve a mi amigo Jorl y a mí en la tienda de fotocopias. “¡Hoy os he visto en un video!”. Estupor. “Era un videoclip de una canción en italiano. El profesor se ha tirado una hora comentando el simbolismo de las imágenes”. Descojone. Como pocas veces me he reído en toda mi vida.

Volviendo atrás a tercero de carrera, llegó el momento del primer corto. Una práctica cuyo guión básicamente improvisaron unos compañeros míos en una tarde. La cosa la dirigimos entre todos, y no recuerdo qué planos eran míos. Excepto dos: Uno que copié de un momento de ‘Beltenebros’ y otro de un fotocromo de ‘Mil gritos tiene la noche’. Y no sé cuál de las dos confesiones me da más vergüenza.

El caso es que la cosa resultante, a la que titulamos con el nombre del libro de inglés de algunos de mis amigos sin que tuviera la más mínima relación con la trama… ¡acabó en algunos festivales! ¡Y con algunos premios! En ese momento me di cuenta de lo triste del panorama. Pero también me dio confianza. Concretamente en que la humanidad estaba en plena decadencia y que mi deber era invocar a Gozer el Gozeriano.

En lugar de eso, hicimos un reportaje sobre la desaparición de salas de cine con mucha poca vergüenza y utilizando todo tipo de recursos chorras y sórdidos excepto la cortinilla de estrella. Que ya nos hubiera gustado, pero los equipos de edición que teníamos en Hi-8 no daban ni para eso. El resultado se llevó un premio de Canal Sur y un buen dinerito, que reinvertimos en nuestro corto fin de carrera. Concretamente, en construir un escenario de corcho blanco.

Titulado como una canción de Mike Oldfield y con un guión espantoso a partir de una historia ridículo-pretenciosa, esta pequeña obra tenía todo los elementos comunes al peor cortismo:
– Diálogos dolorosos.
– Necesidad de demostrar en cada plano toda nuestra sapiencia cinematográfica.
– Pretenciosidad.
– Chistes malos.
– Homenajes.
– Y un reparto estelar compuesto por:

En el papel protagonista, Yamcha.
Como su mejor amiga, Goku.
El malo, el maestro Muten.
Y hasta Bullma como extra en una escena.

Efectivamente: uno de los compañeros que ejerció de productor en la función era (y es) doblador, además de la voz de Goku mayor en las pelis para video. Así que se trajo a sus amigos. Me alegraría decir que el resultado era un festival de confusión que hacía que un corto sobre un tipo que tira el techo de su casa (en serio) pareciera la búsqueda de las bolas mágicas. Pero, como buenos profesionales, a ninguno se le notaba. Una pena. Sólo me queda que, al menos, ahora puedo decirle a mi abuela que trabajé con dos de sus iconos de la interpretación en este país: Yamcha acabó interpretando al gay protagonista de ‘Yo soy Bea’ y el maestro Muten no es otro que… ¡Mariano Peña, el dueño del inmensamente llamado Bar Reinols de ‘Aída’! Cuando muera, probablemente ponga en mi lápida: ‘Dirigió al tipo del Bar Reinols, aunque sin bigotón: como puede verse, nunca tuvo visión estética’.

Más tarde me metía en la Escuela de Cine, pero como productor, por lo que pasé a hacer cortos no muy graciosos y con poca anécdota en Betacam e incluso en 35 mm. Sin embargo, abandoné todo intento de dirigir otra ovra. Excepto en una ocasión, un año más tarde, en el que grabamos uno al estilo ‘Jo qué noche’ por todo Toledo a lo largo de una semana. El resultado nunca llegó a montarse, y es algo que me da tanta vergüenza que me planteé no mencionarlo en este blog. Un lugar en el que he llegado a contar incluso mis problemas intestinales. Imaginen ustedes la vicisitud que me causa ese recuerdo. Y quizá la frustración que explique mi rechazo a este género cinematográfico.

O más bien no. Que he visto la obra completa de Grojo y hasta ‘El Cuervo’ de Tinieblas González. Yo he conocido el dolor.

(UPDATE vicisitúdico: Un fotograma de «Cielo abierto» con el cameo de Paco Fox)

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