
Es curioso: siempre consideré que mi desprecio absoluto hacia la ropa, mi cara de asco cada vez que la gente habla de cosas textiles y el vómito que me produce el ir de compras (antes prefiero sufrir una hora la tertulia de Jiménez Losantos en un taxi atascado en el que me estén tangando un pastón) era uno de los pocos reductos que le quedaban a mi heterosexualidad. Sin embargo, los momentos en los que puedo escribir algo que no sea F1 (para el blog o para Grand Prix Actual) los dedico o hablar de Hierro y Albero o, en el caso que ahora nos ocupa, a hablar de algo tan hetero como las hueveras. Ante esto, Paco suele tener siempre una palabra a mano.
Maricón.
Asumámoslo pues, pongámonos de rodillas ante el tra-la-la y el ding ding dong, y glosemos la historia del mejor atuendo indumentario que un ONVRE de verdad haya podido conocer.
Al principio de los tiempos, la gente fue feliz al ponerse unas pieles de animal a las que se les había practicado un agujero para, así, poder resguardarse del frío. Pero, claro, conforme la vida se va haciendo más fácil, uno pasa de preocuparse por sobrevivir a preocuparse por FARDAR. Y por “fardar” quiero decir no sólo el demostrarle al prójimo que puedes tirarte a alguien que está más bueno/a que su compañero/a sino que, además, tienes más dinero, estás más bueno/a y puedes obligarle a hacer cosas como guardar el ayuno en cuaresma, no follar si no es para procrear, tener derecho de pernada con su cónyuge e, incluso, forzarle a que anime a Lewis Hamilton. Evidentemente, ello implica demostrar, también con la ropa, que eres superior ¡Qué poco hemos evolucionado desde las cavernas hasta “Física o química”!
De esta forma, surgió la moda y, mal que les pese a todos los fans de llevar los huevos colgaderos o de poder cagarte en la chilaba sin que se note, la evolución lógica de la moda siempre tendió a ser ceñida (¿O es que alguien quiere ver al Duque o a Amaia Salamanca en túnica no semitransparente?) y, lo que es más importante para el caso que nos ocupa: la moda tenía que ayudarte a ser ALTO (sí, Paco, esa maldición ya venía de antiguo). Ahora piensen: ¿Qué ocurre si, en una época en la que no existen los calzoncillos, haces que los señores lleven medias ceñidas y, progresivamente, recortas la longitud de la túnica/protocamisa? ¡Acertaron! Si se pasase sobre la boca del metro tendríamos una escena como la de “La tentación vive arriba” pero con señor medieval en vez de con Marilyn. Y con carallo al aire en vez de con braguitas. ¿O es que se creían que en esa época existía el pantalón,
pudiendo llevar unas calzas bien ceñidas? ¿O que se iba a cubrir toscamente el carrallo con pieles ceñidas para convertir el acto de sacársela para mear en una compleja labor de hora y media? ¡Que estábamos en la Edad Media, for feck’s sake! Allí la gente tenía prioridades de verdad y, entre la metrosexualidad de sufrir indumentarias cool imbéciles para posar en el Sonar o la comodidad de poder, simplemente, agacharte para cagar en medio de la carpa central del Sonar, tenían clara su elección. Y yo también.
Vale, sé que no había metro en la Edad Media, pero llegaba con subirse a un caballo para enseñar tus poderes a la concurrencia: se subía un poquitillo la túnica y…
Obviamente, este perenne estado de erotismo festivo, con los señores enseñando sus encantos cada dos por tres, no podía ser tolerado por la Iglesia, siempre dispuesta a cargarse una de las pocas cosas buenas de la Edad Meda (junto con cagarse de forma instantánea en el Sonar). El escándalo fue mayúsculo y ya en obras maestras como “Los cuentos de Canterbury” podemos deleitarnos con párrafos como el siguiente:
“la desordenada y horrible parvedad en el vestir se refleja en esos menguados vestidos o jubones, que al ser tan cortos, con depravado propósito, no cubren las partes vergonzosas del hombre. Por desgracia, algunos de ellos muestran el bulto de los órganos genitales y los repelentes testículos henchidos, de modo que se parecen a una hernia, envueltos en sus calzones; y también hacen ostentación de sus nalgas como si fueran las posaderas de una mona en plena luna llena.(…) El espectáculo que proporcionan sus posaderas resulta horripilante, pues esta zona del cuerpo por donde se evacuan los fétidos excrementos se muestra a los demás con orgullo, en detrimento de la modestia que Jesucristo y sus seguidores guarda¬ron en vida de modo palpable.”
¿Creen que a la gente le importó? Of course not: la moda continuó su curso inexorable – y, por una vez, lógico – y las túnicas siguieron reduciéndose hasta que, a principios del siglo XV la gente ya vivía en la perenne exposición del carallo por la vía pública. Así que alguien terminó tomando medidas (nunca mejor dicho). La primera de ellas, en un alarde de clasismo inglés – no podía ser de otra forma -autorizaba sólo a las clases más altas el privilegio de vivir a carallo sacado pero, ya se sabe, la gente siempre quiere aparentar estatus social, y el efecto terminó siendo el contrario. Al final, surgió una idea más simple: “¿Y si ponemos un trozo de tela con un lacito que no impida que los señores puedan acceder inmediatamente a la minga y, de aquesta manera mear sin mayor dilación en medio del escenario del Sonar?”. Y así nació la huevera.
¿Fue un triunfo de los moralistas frente a una visión Güntheriana del universo? La historia nos ha demostrado que no. El pene – no cubierto de requesón, claro – de cualquier señor – que no sea tipo Roldán, claro – ha terminado por resultar una imagen más casta y limpia que la de, por ejemplo, estos clásicos retratos de Enrique VIII.
Y es que lo que empezó siendo algo chungo de tela tuvo una evolución a todas luces fantástica. No podía ser de otra forma: como sabemos los fans del cock rock, “donde hay una polla hay acción”.
¿En qué consistió dicha evolución? Pues en la transición lógica del “carallo al aire” hacia el “paquete”. Mucho antes de que Parada dijese su mítico “Hombre, tú me dices paquete, eso es más bien un paquetíns”, los onvres de verdad sabían que el volumen importaba. Así, con la excusa de “hacer más cómoda” la huevera, los señores comenzaron a poner sutiles rellenos para acomodar sus atributos con todo el mimo que merecían. Lógicamente, quien ponía un poco de tela podía sentirse tentado de poner un poquito más… ¿Adivinan la cómo termina la historia? La rivalidad más mítica de esta época se produjo entre Enrique VIII y el duque Fabrizio de Bolonia. En una rivalidad anglo-italiana anterior a la de Max Mosley y Luca Cordero di Montezemolo, el rey Enrique decidió que “Mis hueveras deben compararse de forma favorable a las de Fabrizio”. Esa es la verdad verdadera sobre el volumen de su huevera, y no la teoría de que se ponía vendas con medicamentos contra la sífilis: así solo piensan los que creen que Letizia Ortiz es “delgada natural”.
Siguiendo la senda de Enrique VIII, pasamos de paquetes sobredimensionados a hueveras que indicaban que su usuario vivía en un permanente estado de erección. Y no, no se crean que esa huevera erecta era una invención de los episodios clásicos de “Black Adder”. (black, his codpiece made of metal) Cualquier museo de armaduras que se precie mostrará hueveras de metal que demuestran que la frase de “La chaqueta metálica” de “A Dios se le pone dura cuando matáis” no iba tan desencaminada.
Ojo, que no solo de ingleses vive la huevera. Hay que resaltar que, en la época en la que España era una sórdida superpotencia, también los conquistadores del nuevo mundo tenían su necesidad de decir “baby baby” posando con hueveras que no tuviesen nada que envidiarle a las de Enrique VIII. Still, deber es reconocer que los ingleses han definido un sinónimo de minga en función de un rey y una huevera, lo cual no es poco: al rey Rihard III (llamado con su diminutivo “Dick”) se le desabrochó un día la huevera y… el resto es historia de la lengua inglesa.
Visto el espectáculo de las hueveras, es posible que más de un Papa añorase aquellos tiempos en los que la prístina pureza de un penecillo al aire desterraba la desaforada sordidez de la huevera, pero el mal ya estaba hecho. La humanidad, por mal que la pongamos, siempre tiene una bella tendencia a seducirse por y aferrarse a lo sórdido y sólo la lucha de una élite de diletantes puede intentar convencer a alguien de que “Los Soprano” no es un pestiño. Afortunadamente, al final “Sin tetas…” triunfa. Y también la huevera, claro. Probablemente el usarla sea condición sine qua non para la obtención de la grandeza absoluta. Por eso “Sueñan los androides…” es mejor que “Blade Runner” porque, en ningún director’s cut de la película se atreven a añadir lo más importante de la novela: que el polvo radiactivo que cubre la tierra hace que todos los onvres de verdad lleven hueveras de plomo para evitar el quedarse estériles. De igual forma, si bien Metallica se meriendan a los WASP, está claro que imágenes como esta hacen que queramos a Blackie un poquito más que a James. Y que, por supuesto, idolatremos a Ian Anderson, Tom Jones, Batman Forever Gay, Manowar, Gene Simmons y, por qué no, a Enzo G. Castellari. Porque lo de sus hueveras en el flim-colonoscopia postapoclíptico “The New Barbarians” no tiene nombre.
O sí lo tiene: JGRANDIOSO.