Turismo sórdido: Anne Igartiburu y los tres peores sitios donde he dormido JAMÁS

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Tercer retraso del próximo post épico. Pero por un buen motivo: tenemos una firma invitada. Y no sólo eso: Es de un periodista pofesioná. Y no sólo eso: ¡Es de un periodista pofesioná serio! Y no sólo eso: ¡¡Es de de un periodista pofesióná serio que deja que le toque el trasero cada vez que le veo!! Y no sólo eso: ¡¡¡Es un periodista profesioná serio que deja que le toque el trasero cada vez que le veo y que ha hecho un artículo cojonudo!!!Ente onvre se llama, digamos, Mierdón Herodes Muerte. Es el tipo con el que más me reía en mis tiempos de facultad. De hecho, apareció disfrazado de bebé con barba en mi espantoso corto ‘El ataque de las televisiones asesinas’, producto colonoscópico-audiovisual inconcluso que nunca verá nadie. Hoy en día es un hombre serio y respetado. Una prueba más de que todos tenemos un pasado. Sólo que algunos tienen MUCHO pasado. Y Mierdón, que ha vivido muchas aventuras absurdas, os relatará a continuación algunas de sus experiencias:

Lo confieso: soy la única persona a quien Anne Igartiburu le suscita tres imágenes simultáneas: bingo infantil, agua oxidada y paloma muerta. Y no por afán de describir respectivamente los motivos de su llegada al mundo televisivo, la apariencia de su materia gris y su concepción de la simpatía. Sino porque anunciaba aquello de Marina d’Or, Ciudad de Vacaciones, el mejor lugar del mundo para desparramar nuestros hábitos horteras de hipotecados (nótese la aliteración de la ‘h’), una nueva manifestación de la españolada de toda la vida, en plan ladrillazo. Pero, oiga, señora, un sitio muy limpio y muy soleado para alojarse. Aquellos balnearios como subterráneos, los salones de juego, los minigolfs… qué gran diferencia con los tres peores lugares donde he dormido jamás. Anne, no te lo perdono, aunque hablas euskera sin faltas de ortografía, que me lo han contado.

Llegué a Ciudad de México un 26 de diciembre. Me bajé del avión con las gafas de sol, para que todo el mundo fuera consciente de mi homenaje a Rocío Dúrcal. En el taxi que tomé en el aeropuerto (intenté ‘cogerlo’, pero determinadas parafilias no suscitan simpatía en según qué países), uno de esos escarabajos verdes que convierten al DF en el lugar más irrespirable del planeta, noté un ligero picor en la nariz que terminó en hemorragia nasal. ¿Sería por la altitud? ¿La sequedad del ambiente? ¿Ya era mujer? Ni idea. El caso es que hice mi entrada triunfal en el hotel más barato que había encontrado, en plena calzada Zaragoza, saliendo hacia Puebla, en la colonia de Santa Martha Acatitla, un lugar conocido por albergar la mayor cárcel de mujeres de México, y con los brazos chorreando sangre como un Cristo. Buena prueba de mi apariencia daba el reflejo de mi imagen en el espejo de la recepción. Imagínate una ventanilla de Hacienda, de esas con el circulillo horadado en el cristal para que te escuche el del otro lado sin que le contagies el dengue, pero del espejo traslúcido que se usa en las ruedas de reconocimiento policial. Estaba reventado y confuso (eran las 2 de la mañana y las 7 de la tarde a la vez) y no me quise hacer muchas preguntas. Me dieron la llave y entré en la habitación, pintada de unos colores que harían saltar la virginidad de Pilar Urbano por los aires. Rosas ‘pink flamingos’, verdes ‘calipo’, amarillos ‘te juro que no he bebido tanto’.

Un ligero detalle: es verdad que el hotel era barato (unos 15 euros, al cambio), pero de ahí a que no hubiera armarios… ¿Burda estrategia de ‘outing’ hotelero? En fin, colgué la ropa de las manivelas de las puertas, me di una ducha y me eché a dormir. (Sí, y una mierda para mí). A los 15 minutos, suena por megafonía, en el pasillo: «¡¡245!! ¡¡DOSSSIENTOS CUARENTA Y SSINCO!!» (cito de memoria). No le quise hacer mucho caso. «Cada país tiene sus costumbres», me dije, compaginando el espíritu multiculti con un sueño que te torras. Pero, al poco, oigo: «¡¡125!! ¡¡SSIENTO VEINTISSINCO!!». El resto es fácil de imaginar: me pasé toda la noche escuchando aquellos gritos y aquellos números, mientras pensaba quién sería el guapo que jugaba al bingo a las tantas de la mañana («Son otras culturas, otros modos de entender la vida»», me rumiaba, mientras deseaba que la Leyenda Negra lo hubiera sido aún más para borrar estos rastros digamos aztecas). Por la mañana, con unas ojeras a juego con la Semana Santa, me acerqué a recepción. Me veía a mí mismo, claro, pero le pregunté a quien estuviera detrás de aquel espejo infranqueable que por qué cantaban los números por megafonía. «Es para el servicio de limpieza». ¿Ein? «Sí, para que sepan qué habitassión acaba de quedarse libre y vayan a asearla». Saca tus propias conclusiones: ¿qué clase de hotel prepara una habitación a las 3 de la mañana? Me sentí de golpe solo, sin perro que me ladrase, para vestir santos, ayudante hetero de Benedicto XVI. En fin, como un alumno castigado del comandante Cousteau: el único que no había mojado.

Otro alojamiento interesante a efectos de autolisis se encuentra aún más a trasmano que DF. Está en Barentsburg, una población minera rusa colgada de las islas Svalbard, a 1.000 kilómetros del Polo Norte, sin aeropuerto, ni carreteras, ni casi gente (y, la que había, salidos de ‘Andrómeda Cero’). Un sitio para demostrarte a ti mismo que la vida ya no tiene sentido. De hecho, que lo mejor es que se acabe YA. Llegué después de pasarme 22 días subido en un buque, el Hespérides, dando tumbos por el Ártico, viendo agua, agua, agua y niebla, y aguantando la vomitona del mareo para hablar en directo, con algo de dignidad, para el Hoy por Hoy de la SER. Y, oigue, conviviendo con militares de la Armada e independentistas catalanes (a la vez, a lo bestia). En Barentsburg pensaba hacer un reportaje. El tema: el sitio más feo del mundo. El lugar no es más que una excusa para albergar a hordas de mineros ucranianos que arañan carbón a una tierra helada y con casi seis meses de noche al año, sin una tienda ni un alma por la calle. Eso sí, cómo no: tenía un hotel. Digo, un hotel. ¡Un hotelazo! Un bodoque de cinco pisos en mitad de la calle principal de Barentsburg. Nos recibieron a los tres miembros de la comitiva: un fotógrafo sueco, un camarero de Tarragona que vivía en otra ciudad de la isla (sic) y a menda, con la tradicional hospitalidad rusa: «Son 45 euros por noche y persona, en una triple». Subimos por las escaleras. Creo que a los tres nos vino el mismo nombre a la mente: «redrum, redrum, redrum…». El caso es que dormimos en un cuarto que sería el sueño del director artístico de ‘Cuéntame’. La práctica ausencia de mantas y el olor a momia de Lenin hacía desear el aroma de otros cuerpos, con tal de que estuvieran vivos. Eso sí, pudimos cenar antes (por veintitantos euros, no vayas a creer). Unos magníficos guisantes derretidos. Soñé con la deliciosa comida de los astronautas y con la mancha en la frente de Gorvachov. Miento: no soñé nada. No pude pegar ojo en aquel sitio con vistas a una boca de mina negra como mi corazón. Al levantarme, tuve una sensación de lo más hogareño: sentí mis ingles pegadas por el hollín. Pero como no soy nada sentimental me dirigí a la ducha a quitármelo. Craso error. De aquel grifo, de aquella bañera otrora usada para efectuar autopsias a premios Nobel disidentes, sólo manaba agua oxidada. Lo juro. Es físicamente posible. Al menos en aquel maldito y pútrido sitio. Y aun así, hay lugares peores. En una ocasión, en Londres (hablando de alojamientos cochambrosos, esta ciudad no podía faltar), acudí a la boda de una de mis mejores amigas. El caso es que me había gastado toda la pasta en el viaje y le pedí que me alojara. El asunto era: 1º) ella y su chorbo vivían en una habitación, en una de esas casas ‘polialquiladas’ en las que los muebles de la cocina tienen candado y la luz se mantiene con un contador al que hay que echarle monedas. 2º) Se acababan de casar y resulta habitual en algunas culturas que haya arrejuntamiento carnal esa noche. 3º) Soy idiota y tenía que haber unido los hechos mencionados en los puntos 1º y 2º. Total: que habló con su casero para que pudiera dormir en algún lado. Y el señor le ofreció por una cantidad que ignoro a dejarme una habitación libre, a unas cuantas calles de allí.

Fui arrastrando mi maleta de ruedas por unos adoquinados. Las farolas serían eléctricas, pero la luz que daban era de gas. No había gatos. Ojalá hubiera habido gatos. El motivo lo explicaré enseguida.
Resulta que llegué a la casa, la típica ‘shitty brickhouse’. Carecía de llaves de la puerta principal. Llamé al timbre durante unos diez minutos. Ya me veía yo volviendo a casa de mi amiga, en plan «disculpad que interrumpa lo que es este coito, pero es que hace mucho frío». El caso es que al final apareció un tipo, clavadito al señor Ropper. Llevaba una bata como de guatiné. Lo recuerdo bien porque no podía aguantar su mirada de bibliotecaria del III Reicht. Me franqueó el paso y subí mi maletón por esas escaleras tan estrechas y llegué a la puerta de la que sería mi habitación. Estaba abierta. Con la triste luz azul que entraba por la ventana (con un encantador cristal roto, y estábamos a 0ºC), busqué el interruptor. Di con él al cabo, pero para qué, si no había electricidad. La moqueta del suelo no es que tuviera bultos, es que hacía olas. De las paredes colgaban decorativas telarañas. Me consolé pensando que eran demasiado viejas como para que todavía vivieran sus propietarias. La cama estaba cubierta de polvo. Soplé y descubrí con horror que bajo el polvo había algo así como un betún incrustado en la colcha. En fin, la cosa era dormir. Con la ventaja que eso tiene: ser inconsciente durante unas horas del asco de sitio donde estaba. Además, la habitación tenía una ventaja incontestable: no había ni un solo búho. Eso sí, tampoco había gatos. Y qué bien me habrían venido. Porque así se habrían llevado de allí la paloma muerta que me aguardaba en el suelo justo al apoyar mi pie descalzo para meterme en la cama. Me metí en el saco de dormir diciéndome a mí mismo: no te muevas mucho ni te salgas de él, no vayas a tocar con la cara el betún de la almohada. Pensé en ese capítulo de Oliver Twist donde tiene que dormir rodeado de ataúdes, aunque sin palomas ni betunes. ¡Tú sí que lo vales, Oliver!

Sobra decir que al día siguiente preferí NO DORMIR. Me tiré toda la noche en un café de Piccadilly, hablando con unas putas rusas un rato y pidiendo cada media hora la consumición más barata posible.

En resumen, Anne Igartiburu, qué suerte tienes con tus destinos, y no lo digo sólo por presentar el mejor programa que se haya hecho jamás en España.

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