Mis vicisitudes en el baño de la oficina

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Como algunos sabréis, tengo un aparato digestivo con sus propias ideas. Que suelen resumirse en un mandamiento principal: jodámosle la vida al Paco. Últimamente, ha decidido divertirse con ese maravilloso juego conocido como ‘me da igual donde estés, tú vas al baño ahora por mis cojones’. Y normalmente, ese lugar es el trabajo. Por lo tanto, últimamente he tenido que pasar más tiempo del deseado en ese extraño y mágico espacio que es el retrete del curro. Donde cualquier cosa puede ocurrir excepto ver a un empleado utilizando la escobilla de la zurraspa.

El urinario y tú:
Como ya hemos dicho muchas veces, una de las grandes verdades de la humanidad es que, aunque te la sacudas como un martillo, la última gota va al calzoncillo. Supongo que por eso existe el concepto de urinario meaenpié: ¿para qué limpiarse con papel la punta del finstro, si de todas maneras vas a sentir el frescor de la última gota según sales por la puerta? (espero que con la cremallera ya abrochada, aunque hay gente muy peculiar a la que le gusta que todo el que pasa por el pasillo sepa qué acaba de hacer). Lo que es más curioso de este tipo de elemento de los servicios públicos es que son una demostración de uno de los grandes misterios de la naturaleza: la anti-alopecia púbica.

Efectivamente, los hombres tienden a sacarse la churrilla con tal fuerza y desparpajo que con todo el vello de los urinarios de una empresa podría hacerse, como mínimo, una peluca. Una muy asquerosa, eso sí.
Lo que es un misterio es que, por mucho que se caiga el pelo del pubis, nunca queda una calva. Muchos hemos hecho la prueba en momentos de extremo aburrimiento (esto es, estudiando física o matemáticas): te rascas, sacas unos pelillos, vuelves a meter mano y sacar sin esfuerzo otra pizca. Repites el proceso. Siguen saliendo pelillos. Te preguntas hasta donde llegarías si siguieras así. Repites el proceso. Te das cuenta de que eres un guarro y que no sabes dónde poner los pelos. Compruebas acojonado que estás en un sitio con moqueta. No quieres saber qué han tirado allí tus antecesores. El mundo se convierte en un lugar aterrador.

El caso es que, por algún motivo, los pelillos púbicos nacen, crecen y se caen más rápido que The Flash con un ataque de colitis. Y los urinarios quedan como repugnantes pruebas de este hecho. Aunque, bien mirado, ofrecen posibilidades lúdicas. Esas dianas que a veces ponen para que apuntes al centro son una chorrada, debido a la facilidad de la tarea. Lo realmente divertido es ir arrastrando poco a poco los pelillos de tus antecesores, guarreando más si cabe todo el… ay. Creo que estoy pasándome de repugnante. ¿Debería parar?

¡Amos ya!, sabéis que no.

Tu peor enemigo:
Jugar a ahogar pelos o borrar zurraspa ajena está bien. Bueno, no. Pero la visita al retrete es para muchos trabajadores que no hacen blogs en su horario laboral un esperado momento de asueto que hay que aprovechar. Pero hay que tener cuidado y no ponerse excesivamente jovial. Antes de jugar con el chorrito, mejor comprobar que todo fluye bien. Nunca sabe cuándo hará acto de presencia ese temible acontecimiento:
La meada bifurcarda.

Una muestra de que la evolución no tiene en cuenta las vicisitudes derivadas de tener una manchilla acuosa en los pantalones. Por algún motivo, a menudo los hombres sufrimos de lo que en algunos círculos de cachondos se conoce como ‘pis estrábico’ o su variedad más peligrosa aun, ‘chorro potente con gotitas sin fuerza que van directamente al pantalón, las muy jodías’.

Supongamos que vamos a reunirnos con el jefe. ‘Un momento’, dices: ‘voy antes al baño’. Y luego apareces con una mancha inmensa a la altura del muslo. No vale la pena intentar decir que el grifo soltó el agua a presión estilo corrida de Peter North (tal y como le ocurrió a Mr. Bean en su vicisitúdica primera película). Primero porque no te creería. Y segundo, porque no sabría quién es Peter North. Que no todo el mundo es tan freak como vosotros, leñe.

Entonces, ¿qué se puede hacer? ¿Echarte agua y convertir la manchita en algo más diluido, pero igualmente incriminatorio? ¿Quedarte y llegar tarde a la reunión alegando una cagalera repentina? ¿Y yo qué sé? Esto no es un blog de soluciones caseras a las vicisitudes de la vida cotidiana. Es de hablar de cochinadas como si los autores fueran mentalmente niños de cinco años. Cosa que es falsa: yo tengo la edad mental de una niña de catorce. Tía, jo tía.

El onvre más guarro: ¿Qué falta en esta secuencia?:
Claro que no toda la guarrería te tiene que pasar a ti. Lo maravilloso del retrete laboral es observar cómo se comporta el resto de la gente y comprobar que no eres tan guarro como tu madre y novia dicen. De hecho, eres el puto amo.

Alguien debería hacer un estudio sobre cuántos hombres se lavan las manos después de hacer sus cosas. El resultado podría ser más aterrador que ver a Darth Vader bailando una sardana. Curiosamente, cuando el retrete está lleno de gente, el lavadero suele tener hasta cola. Pero basta esperar un poquito para comprobar cómo el jabón se convierte en un extraño para muchos. Algo mucho más divertido cuando, además, trabajas con famosetes. Como cierto presentador deportivo al que NUNCA he visto lavarse las manos. Ni siquiera mojárselas. Claro que eso no es nada comparado con… ¡El caso del sonido ausente!

Estando haciendo sus cosas en el servicio, un compañero de trabajo me comentó anonadado la siguiente secuencia de acontecimientos:
-Sonido de pis
-Sonido de puerta abriéndose
-Sonido de papel para secarse las manos siendo arrancado
-Sonido de puerta cerrándose.
¿Qué falta aquí?

Puedo comprender que alguien se agarre la churrilla recién lavada en la ducha matutina y luego pase de lavarse las manos. Pero si tienes que secártelas, es que aquello… se ha mojado. Por el amor de San Feck, échale un poquillo de agua. So cochino.

Y menos mal que se trataba de un pis. Porque tal anécdota me trajo a la cabeza esa conversación que me comentaron sobre las posibilidades de explotación del porno en móvil, con alguien argumentando, con toda la razón del mundo, que un trabajador puede estar aburrido en su despacho, tener un calentón, echarle un vistazo al móvil para no visitar páginas cochinas, e ir a desahogarse en el baño.

Desde entonces, no le doy la mano a la gente con la misma confianza.

La pesadilla del Dog bacon:No es que sea un obsesivo-compulsivo de la vida. Pero me da muchísimo reparo usar un retrete público. Claro que, tirándote en un mismo lugar más de ocho horas y media al día implica que tendrá que ceder o reventar. Sobre todo si acabas de tomar un sandwich de la máquina, esos conglomerados de margarina y guarrería que garantizan visitas al excusado cuales cubatas de evacuol (que diría El Reno Renardo). En mi trabajo, una combinación realmente letal es la de café junto con el maravilloso ‘Dog Bacon’, una cosa hecha con trocitos de salchicha congelada y beicon blanducho que, sí: sabe como suena.

Así que, ahí voy yo, muerto del asquito, a realizar ese complejo ritual de desperdicio de papel que ha acabado con más bosques que el gobierno brasileño: limpieza de la taza, limpieza de la zona en la que podría tocar el dingdingdong, papel rodeando el asiento, papel en el agua por si la cosa chapotea al caer y, muy importante, papel extra colgando en la zona pichal para parar cualquier tintineo del badajo. Que mi madre me enseñó a ser precavido y ‘Mejor Imposible’ que ser obsesivo compulsivo no es óbice para quedarte con la chica, ser felices y comer perdices.

Además, eres consciente de que tú no estás inaugurando el trono. Muchas veces he intentado sincronizarme con la salida de la señora de la limpieza. Pero la magia del Dog Bacon o la maldad de los aceites asesinos que utilizan en el comedor de mi empresa hacen que la probabilidad de estrenar taza recién lavada sea mínima. ¿Reventar o asquito? La terrible decisión de todos los días.

Hasta aquí llega este repugnante post. Tampoco es necesario seguir poniéndonos escatológicos. Todos tendréis vuestras propias vicisitudes laborales que compartir. Como mi amigo Carlitos y ese momento en el que coincidió en el baño con un presentador de informativos que le ponía mucho. Mientras él se lavaba las manos altamente excitado, el buen hombre entró en un retrete y, como no podía ser menos, ¡chof!. Plantó un pino de esos con un olor apocalíptico. El fin de erotismo y la mitomanía en un día conocido desde entonces como ‘La Muerte del Mito’. O el increíble misterioso del rastro de gotas desde el retrete hasta ninguna parte (la teoría de que era una fregona se derrumba al no estar el suelo mojado ni el resto del baño limpio). Un enigma tan complejo que hace que la teoría de cuerdas parezca El Libro Gordo de Petete y que todavía no he sido capaz de resolver.

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