Vicisitudes médicas: En busca del placer prostático. Un post de colaborador.

Foto del autor

3.7
(3)

Ya hemos dicho en varias ocasiones que en este blog los temas suelen venir por oleadas. Tuvimos meses llenos de metal. Otros de bigotes. Alguno de pajas (poco en comparación con lo presente que está este arte en la vida del freak). Últimamente, abundan los temas médicos. Pero no desesperéis: como mis recientes cagaleras, es algo que pasará tarde o temprano. Espero.

A raíz del último artículo sobre escrotos, un amigo y lector habitual del blog, el conocido en Algeciras Sergio “El Gamba”, nos ha mandado este post sobre sus inquietantes experiencias médicas. Un tema que me sigue conmoviendo, pues el otro día yo mismo perdí la virginidad anal cuando el médico me introdujo todo su poder falangista (de dos dedos) a la búsqueda de inflamaciones. Y, además, me han pedido presentar una muestra de heces. Cuando fui a la farmacia a pedir un tarrito, se produjo esta espeluznante conversación:

Yo: Pero este recipiente… es como el de la orina.
Farmaceútica: Sí
Yo: ¿Y no viene con unas pinzas?
F: Es que mejor que la muestra no entre en contacto con nada.
Yo: Pero, ¿tengo que apuntar ahí dentro? Eso difícil.
F: Ya.
Yo: Pero, ¿y si el zurullo es grande, se sale como nocilla y hay que rebañarlo?
F(con mirada intrigante y ligeramente socarrona): ¡Ajá!

Dios mío. Os dejo con las aventuras de El Gamba:


Antes que nada permítanme que me presente: aunque mi nombre real es Sergio, hay algunos energúmenos (entre los que se encuentra ese onvre llamado Paco Fox) oriundos de mi ciudad natal (que por ahora no nombraré para evitar chistes facilones de droja) por los que el tiempo no ha pasado y me siguen llamando por el desafortunado mote que un buen día un par de colegas tuvieron a bien encasquetarme: el Gamba. Hay que tener en cuenta que aquel aciago día tuvo lugar hace ya la friolera de casi veinte años; pero es lo que tienen los pueblos pequeños (al menos en mentalidad), que por ellos no pasa el tiempo. Aunque dicha palabreja cayó en desuso nada más mudarme a Sevilla para cursar mis estudios, el “retonno” al hogar paternal en fechas señaladas volvía a levantar ampollas cuando, paseando por la calle, algún antiguo compañero de instituto se obstinaba en llamar mi atención nombrando tan preciado marisco.
Los lectores avezados de este blog, es decir, aquellos que no tienen nada mejor que hacer que acordarse de todas las vicisitudes que aquí han sido desgranadas (y han sido muchas) recordarán mi nombre de aquel momento de sordidez extrema en el que Paco Fox y un servidor descubrieron, a través del cristal (que no del espejo), a un buen señor con una enorme verga masturbándose en la habitación de hotel situada frente al hogar de Paquito.

Pero no estoy aquí para rememorar tan dramático episodio, más que nada porque Paco Fox ya se encargó de ello con extrema habilidad narrativa. No, hoy escribo estas mis primeras líneas de vicisitud para relatar una de las peores experiencias por las que puede pasar un onvre hecho y derecho: ser penetrado por innombrables orificios. No se escandalicen, pues no van a encontrar aquí ningún relato de aventuras homosexualizadas con Bubba y su enorme tranca de medio metro. Y no duden que lamento desilusionarles. Sin embargo, lo que hoy vengo a relatarles es peor, mucho peor.

Pongámonos en situación: cursaba yo por aquel entonces el cuarto año de Arquitectura (carrera en la que, de entrada, te acostumbras a ser penetrado analmente examen sí, examen también) cuando un buen día me encontré en el baño de mi modesta residencia trianera miccionando de forma incómoda. Y no, no estaba probando ninguna postura rara como intentar acertar con el chorrito de espaldas, más bien tiene que ver con el escozor y dolor asociados a esa enfermedad pasajera llamada Prostatitis. El caso es que yo aún no había visto a Tom Hanks pasándolas canutas en La Milla Verde, y desconocía si aquél inusitado picor era algo pasajero o un síntoma de algo más grave.

Total, que lo deje pasar. Y la cosa empeoró. Y cómo. Tras afectar gravemente a mi vida conyugal (¡el deber marital es lo primero!) decidí que era hora de acudir a uno de los nombres más temidos dentro del cuadro médico de cualquier Hospital que se precie…
¡El PROCTÓLOGO!

Pedí cita, y pocos días después (por aquello del seguro privado) me encontraba en la consulta de aquel señor cuyo nombre he preferido olvidar. No, en serio: es que no me acuerdo. Porque si lo hiciera, hace tiempo que le habría enseñado violentamente el valor del dolor anal. Y, de paso, alguna malintencionada lección de traumatología.

Y llegó el momento. Abnegado a mi destino como un Yamsha antes de enfrentarse a Célula, fui llamado a entrar en la consulta. Tras explicarle al doctor cuáles eran los síntomas, me invitó amablemente a pasar a la sala aneja donde una estéril camilla esperaba a mi virginal trasero. Poco podía yo imaginarme que habría un antes y un después de ese día.
“Bájese los pantalones y los calzoncillos y túmbese boca-arriba” dijo el doctor (sí, lo sé, si cambiáramos doctor por enfermera buenorra estaríamos en una porno o en esa gran ovra ‘Viaje de Pirados’. Pero, lamentablemente, ese no es el caso). Presto a dilucidar la causa de mis males desabroché la cremallera de mis pantalones y, no sin un poco de vergüenza (ya saben, aquello de que le vean a uno como vino al mundo pero un poco más rollizo y peludo debería estar reservado sólo para momentos codificados, por aquello de no causar daños cerebrales), mis calzoncillos vinieron después.

ADVERTENCIA: lo que sigue a continuación no es agradable y podría herir la sensibilidad de aquellos que encojen sus rostros en dolor cada vez que se les describe aquel inevitable balonazo que alguna vez te llevaste en los colgantes reales cuando eras pequeño. Esto es peor, mucho peor.
¿Siguen ahí?, allá ustedes. Una vez postrado en la camilla el doctor se colocó sendos guantes y tomó presto mi asustado pene para comenzar la exploración. Relajado ante la posibilidad de que todo terminará allí, no era consciente de que iba a ser sometido a una experiencia semejante a probar el famoso Anal Intruder (aquel peligroso aparato que electrocutaba al compañero de Val Kilmer en Top Secret). Con una habilidad maestra que ni David Copperfield, el mago (no el personaje de Dickens. ¿O se creen que aquí somos tan curtos?), el doctor sacó de no sé muy bien dónde una enorme varita de color naranja cuya mayor particularidad era ser más ancha por la punta que en el resto de su extenso desarrollo. “Puede que te due…” eso fue lo único que acerté a escuchar antes de sentir como mi sacrosanta uretra, un conducto que nunca estuvo pensado para que le fueran introducidos objetos, se expandía sin remedio ante el doloroso avance de aquél dilatador.

Una vez el doctor, más un remedo de Torquemada que un médico, hubo tocado hueso pélvico (“mejor paro aquí, que se nota ya lo duro”, pensaría el hombre), extrajo con hábil rapidez el anaranjado palo para afirmar con severidad “No tiene usted infección de orina”. Respiré tranquilo creyendo que lo peor había pasado y que ante mí se abrían dos maravillosas perspectivas: la de descifrar la letra del médico mientras emitía la inevitable receta (un deporte nunca bien ponderado) y la del sexo a raudales.

Poco podía imaginar yo que aún tendría que soportar una tortura aún más desagradable. Dispuesto a pasar de nuevo a la consulta, comencé a poner mi ropa interior en el lugar que nunca hubo de abandonar cuando una ronca voz me espetó “Todavía no hemos terminado. Apóyese en la camilla, tengo que realizar una exploración rectal”. Por un momento no era Sergio ni algo que remotamente se asemejara a un hombre hecho y derecho. Más bien era la Janice de Friends gritando a los cuatro vientos “Oh, My God!”.

Como fuera que quería terminar pronto con aquello presenté mis nalgas al frio tacto del guante y la vaselina (y sí, esto sigue sin ser una peli porno). Sin tiempo ni siquiera para tomar algo de aire, unos dedos hábiles avanzaron raudos por mi recto hasta llegar a mi próstata. Momento en el que me acordé de Airbag, aquella horrible cinta de Bajo Ulloa que, en un momento de su metraje, hacía apología del tocamiento prostático como uno de los mayores placeres que podía recibir un hombre. ERROR. Sirvan estas líneas para poner de relieve lo equivocado de la puesta en escena de Ulloa: aquello no era placentero. Vale que no era Vicenta N’Dongo la que me estaba introduciendo su índice, pero las extremas y dolorosas cotas de sufrimiento a las que me vi sometido no tenían parangón cuando, una vez alcanzada la glándula prostática, el doctor, pretendiendo que mi cordura aún estuviera en su sitio, me preguntó “¿Le duele si le aprieto?”. Creo recordar que mi extensa y detallada respuesta fue algo así como un “HMMMMNNNNNNNNN”.

Una vez el médico hubo terminado su exploración, mi tez comenzó a tornarse de un blanco lechoso tras la rápida extracción de los apéndices táctiles y ante el pavor de aquél enjuto especialista que veía como un tío de más de metro ochenta se disponía a desmayarse cual nenaza en medio de su consulta. Con habilidad extrema me llevó hasta sentarme delante de su mesa.
Lo demás ha quedado borroso en mi memoria. “Prostatitis aguda”…”tómese esto durante dos semanas”…”no mantenga relaciones en ese periodo”…yo bajando titubeante las escaleras de la clínica…mi actual esposa esperándome fuera para recoger los restos…un Aquarius de naranja para recuperar mis fuerzas…y el recuerdo imborrable de una tarde que espero no se repita nunca.

¿Volveré a buscar en algún momento el verdadero placer prostático del que tanto hablan? Nunca diré que no. Pero esperaré a que el resto de los lectores de género masculino compartan su experiencia proctológica conmigo. Porque hay una verdad universal: a todos nos acaba tocando. Tanto ir a este especialista como que te metan varillas por la uretra y dedos por el orto.

Vota esta publicación

¡Haz click en una estrella para puntuarla!

Puntuación media 3.7 / 5. Recuento de votos: 3

No hay votos hasta ahora! Sé el primero en calificar esta publicación.