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PanaderoA menudo me sucede, tanto viendo películas como en la vida diaria: por alguna extraña razón me desentiendo de los personajes principales, de los protagonistas, para quedarme hechizado por secundarios gloriosos, gentes que no se exceden de su línea de diálogo y se refugian en su discreto plano.
Es una idea que vieve a mí continuamente. Porque en el cine y la vida –que a veces vienen a ser sinónimos- ningún elemento de atrezzo es accesorio; ningún detalle es dejado al azar. La casualidad se funde con la causalidad haciendo que las historias más anónimas, los personajes más residuales, acaben siendo los más atractivos.
De aquí, de este gusto por esas anécdotas intrascendentes cargadas de importancia, es de donde viene mi fascinación por Ángel (espíritu libre). La primera vez que oí hablar de él fue a través de unos amigos, hace unos siete años. Al parecer, estaban en la plaza del Dos de Mayo un sábado por la noche, atracándose a patatas sabor vinagreta y cerveza, cuando se les acercó un tipo de aspecto hippie-folk que rondaría la cuarentena, con melena y barbas de mesías, talante comunicativo y pacífico. Era él.

El tipo iba de iluminado, intentando endosarles la grabación del disco de rock sinfónico que él mismo había compuesto y autoeditado. Claro, resulta que mis amigos eran modernikis, de los que llevan el pelo estilo coliflor, y aquello del rollo illuminatus de corte neo-cristiano les hizo muchísima gracia y se empezaron a mofar de él. Por suerte, entre ellos se encontraba Denver, más respetuoso y tolerante, y entabló una amena conversación con
Ángel (espíritu libre) acerca de sus discos favoritos del sinfónico:
Camel, Jethro Tull, Alan Parsons, Bloque…
Esta anécdota ya se quedó en mi disco duro, pues me pareció admirable que un buen hombre saliese en plena noche madrileña a defender aquello en lo que cree, a vender su producto, abriéndose al diálogo con espíritus afines. Aunque ni volví a saber de él ni hablé más del tema. Hasta que en el verano del año 2000, después de una fiesta de techno-pop de los 80 en la sala Ocho y Medio, iba callejeando con mi amigo Denver a eso de las cinco de la madrugada. A esas horas se ve de todo en la Gran Vía madrileña: borrachines que andan sin rumbo fijo, musculocas, chinos vendiendo tallarines a precio de regateo, algún indigente despistado… Y Denver se acercó a uno de éstos.
-¡Ángel!
Entonces fue cuando le puse rasgos. En seguida asocié ideas y supe que se trataba del espíritu libre.
Estuvimos hablando con él sin prisas, pues a los tres nos hermanaba el gusto por el rock sinfónico. Y además
Ángel (espíritu libre) no tenía ganas de estar solo. Acababa de morir su madre y andaba meditabundo, quizás más de lo habitual en él.

Nos contó cómo empezó en esto del rock, el ambiente que se respiraba en su barrio, que es Vallekas, en los tan traídos y llevados años ochenta. Resulta que empezó en el heavy metal, y en esos ambientes estaba muy bien relacionado. Solía salir de juerga con los míticos
Tritón y con muchos otros, pero no tardaría en darse cuenta de que el metal no era lo suyo. Un espíritu delicado y de tan altas aspiraciones como el de Ángel necesitaba otras formas de expresión.
No le gustaba la pose violenta que solían llevar los heavys. Una vez iba en coche con los Tritón, y éstos, por dar la nota más alta, empezaron a conducir montando el coche sobre la acera. Todo esto se empezaba a ir de las manos.
Pero el punto de inflexión vino con las drogas. Una vez, Ángel había tomado LSD. Estaba precisamente en el Dos de Mayo. Y se obsesionó con un banco. Cuando permanecía a un lado del banco, se sentía heavy. Si saltaba al otro lado, pasaba a sentirse sinfónico. Y así estuvo toda la noche, saltando el banco hasta que se decantó por el lado sinfónico de la vida.

El disco que grabaría pasados los años, el que iba vendiendo a los chavales del Dos de Mayo, contaba con portada de
Toro Bravo, famoso pintor, filósofo y profeta alcalaíno al que también he tenido la suerte de conocer, del que os hablaré en otra ocasión. Y lamentablemente no he escuchado el disco, pero me comentan que lo grabó con las guitarras desafinadas –confirmando una vez más que lo esencial es el entusiasmo-.
Después de aquella noche en que Denver y yo hablamos con Ángel (espíritu libre) no he vuelto a saber mucho más de él. Alguna vez se le ve tocar en la estación de metro de Bilbao, y en un par de ocasiones me lo he cruzado por la mañana en el bulevar de Vallekas, ya a horas tempranas con la lata de medio litro de cerveza –la que yo llamo la yonki-lata- en la mano. No me atreví a sacarle de su ensimismamiento. Los ídolos también se merecen un descanso.
No sé qué será de él ahora. Quisiera imaginarlo en el campo, bien lejos de la ciudad, respirando aire puro, fumando la mejor marihuana, rodeado de feligresas voluptuosas, flotando como el espíritu libre que es. Y con suficiente dinero en el bolsillo como para pagarse unas cuantas rondas.