Y es ya que con catorce o quince años, Blanco tenía muy claras cuales eran las cosas buenas de la vida, y era lo bastante listo como para ver que el trato con sus compañeros de clase no era una de ellas. La primera de sus pasiones era ir a hacer la compra al Corte Inglés y al Alcampo, mirando con desprecio tanto a las tiendas pequeñas como a cualquier otra forma de consumismo y ocio fuera de casa: nunca comprendió por qué la gente perdía yendo a bares, cafeterías, recreativos, y no digamos discotecas, un valioso tiempo que se podía emplear en ver las ofertas del hipermercado o en disfrutar de una buena telenovela en el salón. Y ahí entramos en la segunda adicción de este hombre: por las tardes entraba con retraso a clase para no perder ripio del culebrón de sobremesa, lo cual le hacía objeto de bronca y escarnio por parte del típico profesor locaza de literatura (¿y de qué si no?) que, dada la escasa capacidad intelectual que intentaba compensar poniéndose histérica y empezando a soltar berridos, se sentiría importante al demostrar que era más culto que un crío de quince años. Pero, se preguntarán nuestros avispados lectores, si en esa época ya había video doméstico, ¿por qué nuestro amigo no grababa el culebrón? Respuesta: porque ya estaba grabando el que emitían por otro canal, ¿o creían que alguien como Blanco se iba a contentar con una sola teleserie diaria cual maruja mediocre?
Pero la solidez de criterio y la moral férrea e inquebrantable de este hombre no sólo se reflejaba en su condición de experto en culebrones sino, por encima de todo, en sus gustos musicales. Recuerdo una discusión con él en la que me expuso la indiscutible superioridad de Milli Vanilli sobre las Bangles, ambos superventas por entonces. Aunque mi cariño por los cardados y la jovialidad de Bangles nubla mi mente, sé que estoy equivocado y que Blanco, como siempre, tenía razón. Me avergüenzo de no haber apreciado la sordidez de Milli Vanilli hasta que se descubrió para cachondeo general que
hacían playback e intentaron patéticamente volver a empezar como Rob y Fab, pero nuestro amigo no necesitó tanta obviedad: las lentillas verdes, las rastas postizas, las canciones ñoñas y las hombreras gigantescas fueron más que suficientes para convencerlo. Pero no se confundan creyendo que Blanco no iba más allá de la radiofórmula: yo vi ante mis atónitos ojos como se compraba el CD original de Sara Montiel Purísimo Sara, con temas de letras tan épicas como Macho en toda la extensión de la palabra o comprobarás que cuando muerdo dejo la señal. This is hardcore. Y todavía tuvo un momento de mayor gloria al adquirir la casete de Danuta (cantante tetona de la época que hacía parecer refinada a Sabrina) y rechazar el poster de la susodicha en bolas que venía adjunto, para gran sorpresa del dependiente. ¡A él sólo le interesaba la música! Un año después otro compañero de clase se compró una cinta de Samantha Fox y, aunque todos disfrutamos luego en su casa de las canciones, sin duda el poster de regalo había sido un gran aliciente para la compra: ¡que guai, que de pajas me voy a hacer! manifestaba con alegría. Comparando las dos actitudes, aún mereciendo toda nuestra aprobación la del pajillero, está clara la pureza y superioridad ética y estética de Blanco: más adelante, eso sí, nuestro amigo entró más en el mainstream llenando su carpeta de clase de fotos de Madonna, y la última vez que lo vi fue años más tarde cuando Mónica Naranjo actuó en Vigo; una evolución hacia gustos tal vez más convencionales, pero siempre dentro de una total coherencia. No sé que habrá sido de él, pero si no está contratado como crítico musical, y no me refiero a ser un hombrecillo patético que aspira a gurú de gafapastas sin cerebro en ignominias como Popular 1, Radio 3 o Rock de Lux, sino a uno de los grandes, como Joaquin Luqui, Iñigo o Deboraombres, será porque el mundo es un lugar muy injusto.