
El caso es que, además de ver otras películas que no fuesen de Don Mariano Ozores, hice algo mucho peor… ¡¡¡leer crítica cinematográfica!!! Eso sí, era joven y vivía en Vigo, lo cual hizo que, al final, mi guía espiritual en eso de las calidades del cine, en vez de ser “cahiers du Cinema”, terminase siendo “El Jueves”. Allí aprendí una serie de cosas que me sirvieron de poco en mi vida adulta, pero que me parecían palabra de Dios por aquel entonces. A saber: que Spielberg era Dios, que Carlos Saura era el demonio y, lo más importante, que LO PEOR que nadie se podía plantear, LA MÁXIMA tortura cinematográfica imaginable, eran dos señores desconocidos llamados Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni. Asustadizo e impresionable como era, pensé “Gracias a Marx que no conozco a esa gentuza”.
Un día, deseoso de adquirir más culturilla de cine, hablé con mi tía Tatá, que tenía como que su bagaje cultural, y le pregunté: “¿A ti qué películas te gustan?”. Sin alterarse, me contestó “Sobre todo las de Bergman y Antonioni”. Si me llegan a decir que soy adoptado me hubiese quedado menos aturdido. Peich santo, mi bienamado tía Tatá está haciendo apología de Satán y yo teniendo que lidiar con el temporal.
Confundido, como aquel día que al gran Juan Cuesta le metieron un dedo por el culo y, para su sorpresa, le gustó, me refugié en la lectura del Faro de Vigo para, en una de esas casualidades cósmicas, descubrir que esa noche emitían un extenso documental sobre Satán himself Ingmar Bergman y, a continuación, su películo “De la vida de las marionetas”. En ese momento, pensé “Esto es una prueba por la que tengo que pasar, al igual que hizo San Ignacio de Loyola”. Así que introduje una cinta de tres horas y media en mi vídeo Betamax y programé aquel demencial programa doble nocturno.
Al día siguiente, empecé por la película: largos planos con la fotografía velada en blanco y negro se sucedían ante unos ojos que hasta hace sólo dos días habían visto un par de películas de Burt Reynolds. A continuación, se pasaba a unos planos de colores chillones donde un señor que no quería aceptar su homosexualidad asesinaba a una prostituta. Todo esto con cartelillos entremedias del tipo “Dos horas antes de la tragedia Peter Eggermann…” y una estructura temporal desordenada que yo nunca había experimentado en títulos como “El liguero mágico”. Sin embargo, el momento que se quedó grabado en mi impresionable psique fue cuando una alemana (=sórdida) señora dice “Durante nuestro matrimonio, hemos hecho el amor 788 veces. 742 de ellas he tenido que ir a terminármelo yo al váter. El resto de las veces, he vomitado”. Joder, Andrés Pajares follaba con más jovialidad. Aturdido, me puse el documental sobre toda su filmografía para oír perlas como Bibi Andersson diciendo “En ‘Fresas Salvajes’ lo hice mal. Ingmar quería que fuese una chica joven queriendo ser joven. Pero, al final, sólo fui una chica joven”. O el gran diálogo de ‘Los comulgantes’, cuando una señora se acerca al cura en un eterno plano fijo y, tras una no menos eterna pausa, le pregunta “¿En qué piensas, Thomas?” para que le respondan “En el silencio de Dios”. La leche. Aunque nada como la escena del suicidio de Liv Ullmann en “Cara a cara”. Al acabar el rodaje, Bergman dijo un inédito en él “Perfecto” para luego decirle a Liv “Ya no tengo que suicidarme. Lo has hecho tan bien que, aunque tuviese la idea de suicidarme después de este rodaje, tú ya lo has hecho por mi”. Por el amor de Peich, ¿Éstas son las cosas – pensé – que me esperan en la vida adulta?
Los años pasaron, fui a Madrid, y por aquello del deslumbrón cultural de la capital del Imperio, me hice talibán del enfermo de Ingmar. Pero de la manera equivocada. Ha tenido que ser una “madurez” – o vuelta definitiva al Ozorismo que me hizo amar el cine, yo que sé – la que me enseñe a idolatrar a Ingmar como realmente se merece. Hoy, quiero compartirlo con todos vosotros y daros todas las claves necesarias de supervivencia para poder disfrutar, y MUCHO, de un gran sueco que en nada desmerece el legado de ABBA, Europe, Roxette e Yngwie Malmsteen. Allá va:
1. ¿Por qué debo molestarme en perder el tiempo con ese pesado?
La gente aburrida y sin criterio cree que Bergman es bueno por aquello de tratar temas existenciales y lo de las crisis de fe, la religión y Kierkegaard. No les hagáis caso: son anormales del culo. Con dedicar unos catorce segundos a razonar, queda claro no sólo que Dios no existe, sino que tomarse en serio al perroflauta melenas de Cristo es una soplapollez. Bergman no interesa por sus temas, sino por la depravación con qué los trata. Así, el tonto “creo no creo”, se convierte en un “veo a Dios en mi hermano y luego me lo intento follar sólo para luego confundir a un helicóptero con Dios transformado en araña que viene a castigarme” ¿Vamos ya entendiendo por dónde van los tiros? Esa escena es de la excelente “Como en un espejo”.
2. ¿Las pretenciosidades de ente onvre no son de un gafapastismo atroz?
Si recordáis, ya habíamos explicado, en el caso de Carlos Saura, que enseñar las tetas de Florinda Chico es un desaforado caso de depravación y sordidez. Bergman juega en esa liga de campeones. Como los grupos de rock sinfónico setentero, cuando Ingmar hace el ridículo, lo hace a lo grande y a conciencia, y entonces todo se convierte en épica y amor. No estamos hablando de las postalitas de mierda de Sofia Coppola o Wong Kar Wai para gafapastillas anémicos mentales, no señor. Por poner un ejemplo, aquí tenéis el demencial y metalingüístico inicio de “Persona” (filme por el cual nuestro Panadero estuvo a punto de retirarle la palabra a nuestro jalop):
Al lado de esto, el vídeo maldito de “The ring” parece un videoclip de Bisbal. ¡Y encima mete un fotograma de tremendo pollón! Para que David Finstro se crea que ha inventado la pólvora con “El club de la lucha”… Caso parecido a éste es cuando Bergman, intentando ser “moderno” como Godard, pero sin terminar de entender qué carallo es eso de la modernidad, interrumpe la acción principal en su película “Pasión” para, a golpe de claqueta, introducir parlamentos de los actores a cámara diciendo “Pues yo creo que mi personaje en esta película…” Vamos, parece que uno hubiese ripeado mal el dvd y estuviese viendo los extras mezclados con la película. Sublime. He de admitir que, además, mi disfrute de esta cinta fue maravilloso, dado que era una demencial versión cutredoblada al inglés ¡por los propios actores! Y ¡subtitulada en gallego! El momento “Pobre Karin, fan dela un pandeiro” me parece imbatible. Que ahora alguien me diga que se ríe con “Supersonic Man”. Al lado de Bergman, no tiene nada que hacer.
3. ¿Cumple Bergman los requisitos obligatorios para considerar correcta a cualquier película, esto es: empelote, escatología y zooms?Por supuesto. Y no sólo eso. Deberíais saber que Woody Allen vio su primera peli de Bergman, “Un verano con Mónica”, porque le habían dicho que la hermoseja Harriet Andersson se dedicaba a pasearse en pelotillas por las costas suecas. Eso se llama historia del cine: “The Jazz Singer” no tiene nada que hacer ante las excelsas posaderas de Harriet. Ingmar demostró que con unos muchachos paseándose semidesnudos se podía hacer una película: lo de los guiones de Billy Wilder o Charlie Kauffman palidece ante esto.
Respecto a la escatología, conviene recordar la frase del gran John Waters: “Yo no soy el rey del vómito. Ese honor corresponde a Ingmar Bergman. En casi todas sus películas alguien vomita, y lo hace muy bien. Ya me gustaría a mi”. ¿Quién soy yo para quitarle autoridad a John Waters cuando se trata de hablar de caca con un sentido filosófico detrás? ¿Eh?
Y los zooms… Pues por muy bonita y esteta que resulte la excelsa fotografía de Sven Nykvist, este señor era un sueco tan sórdido como el vídeo de “Take a chance on me”, con lo cual el guarreo con zoom estaba casi garantizado. Aunque Bergman fuese reacio en un principio, al final tuvo que apearse de la burra. Aprovecho para decir que los que no sepan valorar un zoom como la máxima expresión del amor cinematográfico (Lelouch, Verhoeven…) tienen un grave problema de sensibilidad.
4. Vale, de acuerdo, me ha convencido usted, ¿Qué películas debería ver y en qué orden para terminar de ser un experto admirador?
Lo que muchos dirían es: “empieza por las de los años 50, que parecen más normales, de cierta aventurilla y no se sufre tanto”. No les falta razón, pero aquí ya hemos decidido que somos unos sórdidos amantes del death metal. Así que, con permiso de obras maestras como “El séptimo sello”, “Fresas Salvajes”, “El manantial de la docella” y – sobre todo – “El rostro”, estas son mis recomendaciones:
La trilogía del “Silencio de Dios” (Såsom i en spegel, 1961; Nattvardsgästerna, 1962; Tystnaden, 1963)De “Como en un espejo” ya hemos glosado sus virtudes. La segunda parte, “Los comulgantes” nos relata un momento en la vida del cura de pueblo más sieso de la historia, hasta para estándares suecos. En ella, el gran Gunnar Bjornstrand nos regala unos diez primeros minutos de película ¡que son una puta misa! Pero una misa impagable donde ya pillas, con pocos datos, quién es el tonto del pueblo y quién la maestra con deficiencias sexuales, entre otros especímenes. Luego, entre suicidios varios – obligatorios en toda película que se precie de serlo – el cura comienza a perder su fe cuando la feligresa interpretada por la gran Ingrid Thulin se lo intenta ligar con cartas (leídas a cámara en
largos primeros planos por los propios remitentes) tan seductoras como “Cuando el eczema pasó de mis manos a mi cara, tu repugnancia hacia mi aumentó aún más”. Ele ese erotismo sueco. Harto como está Gunnar, que encima está perdiendo la fe a pasos agigantados – ¿y cómo no iba a perderla en ese pueblucho? – decide que Ingrid le deje de tocar los cojones lanzándole los insultos más largos, crueles y destructivos de la historia del cine. Cualquiera se suicidaría después de tamaño repaso, pero Gunnar lo redondea con la gran frase “Y paro para no decir cosas peores”. A los amantes del death metal psicológico: ninguna peli de la historia gets any better.
La tercera parte de la trilogía, “El silencio” es un absoluto delirio visual con demenciales movimientos de cámara y con personajes tan épicos como un grupo de enanos de circo que hablan español. Si sois de los que apreciáis a David Lynch, “El silencio” es vuestra película, sobre todo por el tremendo pajote – que a punto estuvo de entrar en la mítica lista de las catorce mejores masturbaciones de la historia – que se marca Ingrid Thulin en la cama del sórdido hotel en que reside. Lo de Naomi Watts en «Mullholland Drive» es casi cine familiar al lado de ESTO. Añádesele además un poco de lesbianismo incestuoso y la “sutil” metáfora del cañón de un tanque apuntando a la habitación donde Ingrid se está masturbando y ya tenéis todos los ingredientes de la obra maestra. Como anécdota, los dueños del hotel, que tan amablemente acogieron a Bergman y a su troupe, a la que vieron “El silencio” no sólo les retiraron el saludo sino que, además, vetaron la entrada en su hotel a “aquella gente que parecía tan amable”.
Persona (Persona, 1966)
La película definitiva sobre vampirismo no es como que para todos los públicos, pero, aparte de las dudosas virtudes metalingüísticas de las que ya habíamos hablado, la peícula es un ensayo depravado sobre el vampirizar la personalidad que encuentra sus momentos cumbre en: a) El largísimo plano en el que Liv Ullmann rompe una botella y espera sus buenos minutos a que Bibi Andersson los pise, cosa que acaba sucediendo; b) El monólogo repetido EN SU INTEGRIDAD por las dos actrices, en sendos planos secuencia seguidos: perece un chiste ¿lo es? C) ¡Norl! Porque luego, en uno de los trucajes más sórdidos de la historia del cine, aparece un plano que es una combinación de la jeta de las dos actrices. “Sus dos mitades menos favorecidas” decía un depravado Bergman en su momento más locaza.
En el umbral de la vida (Nära livet, 1958)
En la obra máxima de la crítica cinematográfica – me estoy refiriendo al capítulo “Placeres culpables” del libro “Majareta” de John Waters – el genio de Baltimore confiesa que lo que en realidad le gusta a él es el cine de arte y ensayo. A continuación, enumera sus películas favoritas entre las que se encuentra esta desconocida obra de Ingmar. Transcribo su breve e ilustrador texto: “Tres mujeres embarazadas, que coinciden en una sala de maternidad, se sienten angustiadas por cuestiones como el aborto, la frigidez, el miedo, los hijos no deseados y muchas otras neurosis que parecen ser para Suecia lo que los tulipanes para Holanda. Las salas de reestreno casi nunca sacan esta película de las estanterías, y me gustaría que lo hiciesen. Venga, Ingmar, qué tal una segunda parte de “En el umbral de la vida”?”
Cara a cara, al desnudo (Ansikte mot Ansikte, 1976)
La estética setentera golpea de lleno a Ingmar, y éste se deja querer. Esta es, visualmente, una de sus películas más gozosamente sórdidas. Vamos a ver, todas lo son. La gente cree que “Gritos y susurros” es fina y elegante por aquello de las mujeres vestidas de blanco en habitaciones íntegramente rojas. Pero sólo el ojo desentrenado se dejaría de dar cuenta que los tonos rojos fotografiados por Sven Nykvist son tan sumamente setenteros que una entrada en cuadro de Shaft no desentonaría. Bueno, o eso o una sesión de fotos para una revista porno danesa. Pero, insisto: eso es algo bueno. Lo malo es el mierdas de Wong Kar Wai.
En “Cara a cara, al desnudo” (adoro ese apéndice que la sociedad española del destape añadió al título original) se nos narra el descenso de una psiquiatra a los abismos de la locura a lo largo de dos horas y cuarto. El one-woman-show de Liv Ullmann es tan desaforado como maravilloso, incluyendo la narración de una violación que sufrió de joven y un mítico intento de suicidio. Citando una vez más a John Waters ¿Por qué las promociones de películas de arte y ensayo se hacen citando frases elogiosas de críticos de periódico que harían bien en morirse en vez de decir “¡Venga a ver cómo Liv Ullmann se corta las venas!”? Ah, preguntas…
Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973)
Todos los que apreciamos la grandeza ética y estética de un culebrón como Abigail, despreciamos profundamente las ínfulas de un imbécil como Lars Von Trier, intentando “insuflar dignidad” a un género ya perfecto que no precisa de un gilipollas como él. ¿Si tengo un “Eres un delincuente, René, ¡vete de mi casa!” para que leches tengo que padecer “Rompiendo las bolas” o “Bailar en la oscuridad”? Bergman, que sabe de arte, y no de tontería como el Lars, decidió que si hay que hacer un culebrón, pues hay que hacer un culebrón. Así, pues, hizo una miniserie para la televisión sueca titulada “Secretos de un matrimonio”, donde a lo largo de varios capítulos, los aparentemente felices y normales Liv Ullmann y Erland Josephson terminan literalmente a ostias: uséase, la tira del sofá y la emprende a patadas con ella.
El estilo de Bergman, fundamentado en primeros planos (como Tony Scott, fijaté) se adaptaba de maravilla a este feliz culebronismo, del que me permito destacar la escena en la que Liv Ullmann intenta sincerarse con su marido y abrirle el corazón sólo para que éste se eche tremenda siesta con bostezos mientras ella habla.
Pasión (En Passion, 1969)
Ya he hablado de ella, sólo añadir que recuerdo que, a la que me tragaba el peacho ciclo que, en su época, hizo La 2 de Bergman, mi abuelo, que se sentaba estoicamente en el salón a aguantar lo que le echasen, terminó cogiéndole el estilillo a Ingmar. A la tercera película me decía “Voy a hacer un crucigrama. Avísame cuando llegue el momento del odio”. Y qué razón tenía: siempre llegaba. En “Pasión” el odio desaforado llega cuando Max Von Sydow, después de inflar a ostias a Liv Ullmann intenta cargársela a hachazo limpio. Impagable. El resto de la película, incluía zooms, empelote, parlamentos a cámara y un incomprensible plano final rodado en vídeo que aún me sigue intrigando. Ah, y un bello detalle sórdido: para una escena onírica, Bergman utiliza una escena que había descartado en el montaje de “La vergüenza”, que debe ser lo que no tiene nuestro sueco favorito.
De la vida de las marionetas (Aus dem Leben der Marionetten , 1980)
Del periodo alemán de Bergman, esta es la peli más conseguida, auque debo admitir que “El huevo de la serpiente” tiene más fans. No es de extrañar: una peli de Bergman con ostias y protagonizada por David Carradine está llamada a ser de agriculto. Y más con una traca final tan chunga como la de hacer un experimento con una matrona y un bebé con una lesión cerebral que le impide dejar de llorar. Se trata de ver cuánto tarda la matrona en desesperarse e intentar asfixiar al bebé. Happiness of the huerting.
De “De la vida de las marionetas” he de decir que no sólo fue mi estreno con Ingmar, sino también de mi amigo Manolo. Y aún no lo hemos superado. A la sordidez intrínseca de Ingmar se suma la extrínseca de rodar en Alemania. Era de esperar que esta peli no tuviese parangón. ¡A verla, coñe!
Y eso es un buen principio, si lo superan pueden seguir por su cuenta con depravaciones infanticidas con despelote como “La hora del lobo” o el inaudito intento de rodar una comedia en “Sonrisas de una noche de verano”. Para el sector gay de nuestros lectores, recomiendo incluir “Sonata de Otoño”, protagonizada por Liv Ullmann y… ¡Ingrid Bergman! La jugada comercial más lamentable de la historia, que estuvo a punto de ser redondeada cunado les propusieron que, ya que estaban juntos, adaptasen una obra de teatro de… ¡Hjalmar Bergman! Al final hicieron un guión normalito con sus clásicos momentos “de odio” y tal. Por supuesto el “duelo interpretativo” tan del gusto drag-queen está garantizado. Liv Ullmann gana de calle, pero también es cierto que jugaba en casa.
Ingmar y su universo de sensaciones suicido-incestuoso-violento-existencialistas os están esperando. ¿Qué más se puede pedir? ¡A buscarlas en la mula!