Vivo en Madrid. Me gusta mucho el cine. Soy muy rácano. Excepto porque me ducho a diario, cumplo la mayoría de requisitos necesarios para ser asiduo de la filmoteca. Y, sin embargo, no voy.
En parte porque ya veo suficientes películas en el trabajo. Pero principalmente porque la última vez salí cabreado. Resulta que fui andando desde mi casa. Eso son treinta minutos cuesta arriba. Naturalmente, me compré una latilla de refresco y unos conguitos por aquello de no desfallecer. Me siento a ver mi película y rápidamente me llaman la atención por comer y beber, actos ambos que no estaban produciendo ruido alguno. ¿Por qué, me pregunto? Por respeto a la película, me dicen. Y, mientras tanto, mi oloroso compañero de butaca respirando como Darth Vader en pleno ataque de asma y el resto del cine entonando una versión del himno de la alegría en polifonía de toses provocadas por la evidente falta de nicotina.
Ir al cine en un buen entorno y sentirte cómodo es algo a menudo tan importante como la película en sí. Y no es momento que deba ser pasado junto a una panda de diletantes sin sentido del humor. Irónicamente, en la filmoteca no siento el amor al cine. Más bien lo que se respira en el ambiente es el análisis del cine. Eso y el evidente fracaso de los anuncios de Rexona.
Recuerdo cuando en la facultad estudiaba la diferencia entre lo fílmico (lo que atañe al texto en sí) y lo cinematográfico (todo lo que rodea a la película). Y, dentro de lo segundo, lo que más me interesaba era cómo afecta el entorno del visionado al disfrute de la película. Y no lo digo yo. Que también lo dice Hans Magnus Enzensberger.
Hay veces que me lo he pasado enormemente bien en el cine de manera totalmente independiente de la calidad de la película en cuestión. Y, desde luego, nunca ha sido rodeado de autoproclamados ‘cinéfilos’. Éste es mi top tres:
Medalla de bronce:
Cine: Gran Sur en La Línea de la Concepción. Película: Brácula, Condemor 2.
La idea era la siguiente: antes de ir a un concierto en San Roque (Cádiz) de Alan Parsons Project, queríamos hacer tiempo con algo igualmente excéntrico. Así que nos metimos en el cine de la cercana y muy sórdida localidad de La Línea a ver esta gran obra de, como diría Carlos Aguilar, el inefable Álvaro Sáenz de Heredia.
Lo que siguió fue un festival de ‘¡Jarls!’, ‘¡Comorls!’ y, sobre todo, ‘¡No puedos!’ por parte de un público totalmente desesperado debido a la calidad de la película. Pero la cosa mejoró a eso de la mitad del metraje, cuando la gente, por turnos, comenzó a levantarse y a recorrer el pasillo en plan Chiquito. Todo improvisado. Y muy español. No como esos que se dedican a hacer el ‘Time Warp’ del importado ‘Rocky Horror Picture Show’. Huelga decir que yo me levanté un par de veces, claro. Una vez mi cerebro se sobrepuso al shock del número musical a ritmo de ‘Carmen’ de Bizet: ‘Soy el vampiro más famoso / más malo y tenebroso / que llega de ultramaaaarllll’.
Medalla de plata:
Cine: Palacio de la música en Madrid. Película: Spice World
Tras una noche de juerga intensiva, varios amigos de la Escuela de cine decidimos que la mejor forma de pasar un 23 de Diciembre era ir a la primera sesión de ‘Spice World’. Con esa lógica aplastante y un poquitín de resaca, nos plantamos en el cine dispuestos a interaccionar con la pantalla como nunca. El viaje al absurdo empezó en lo más alto: nos pusimos en la última fila y unas señoras de la tercera edad, cuyas cabezas eran un atentado de laca a la capa de ozono, nos mandaron callar ya en los trailers. Qué hacían unas respetables damas viendo la primera sesión de esta película es un misterio más grande que aquel de por qué hay gente que se traga por propia iniciativa ‘Hawk the Slayer‘ (¡Zapristi! ¡Si fui yo!)
Nos mudamos a la segunda fila. Cantamos todas las canciones que pudimos. Y, por supuesto, bailamos el ‘People of the World, Spice up your life’ con coreografía y todo. A todo esto, la peli tenía su valor. O era la resaca. ¡No! ¡Amamos a las Espinchigerls por ser sórdidas y animar los 90!¡Un respeto!
Medalla de oro:
Cine: Kinépolis Madrid. Película: El señor de los anillos.: El retorno del rey.
Ciertamente, ‘La comunidad del anillo’ fue un gran momento en el cine: disfrazado de Frodo y rodeado de un buen puñado de amigos, la mayoría de Espectros del Anillo por aquello de ser el traje más sencillo. Incluso salimos en Telemadrid. Pero la tercera fue excepcional. No sólo negocié la compra de cerca de 400 entradas, sino que el ambiente era ya de locura. Los disfraces, absolutamente increíbles. Yo hasta me dediqué a ir descalzo como buen hobbit. Gritos histéricos de ‘¡Por Gondor!’ antes de la película por parte de los 1066 freaks allí reunidos. Aplausos atronadores cada vez que Eowyn o Legolas la armaban en la pantalla. Pero lo mejor fueron dos de mis amigos peleando con espadas al poco de entrar, y siendo retirados por los guardias de seguridad. ¡Eso sí que es una experiencia de cine!