
Entre tanto muermo que aparecía por el libro de literatura, el insípido de Fray Luis de León, el pedante de Góngora, el gafapasta de Quevedo, el cursi de Becquer, el relamido de Ruben Darío, el quiero y no puedo ser Lord Byron de Espronceda, etc., etc., entre tanto costumbrismo, picaresca, y crítica cansina y previsible de la sociedad de su tiempo, brillaban con luz propia dos personajes singulares que ponían color a tanta monotonía, y que pronto despertaron mi sórdida atención: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.
Esta última era además la única mujer que aparecía en el libro de texto junto con Rosalía de Castro, pero mientras Rosalía era una plasta que se pasó la vida lamentando haber dejado atrás su aldea y su huerto miserables, Teresa de Ávila protagonizaba una emocionante biografía de creación de conventos, éxtasis místicos, visiones, arrobamientos, levitación, ascetismo, flagelación, descuartizamiento de su cuerpo incorrupto, y veneración de sus reliquias. Esto sí que es vivir la fe de forma creativa y ejemplar para la cristiandad; mientras ella cuenta con nuestra admiración, expresiones de la religión tan mongólicas como la de Juanes, cantando A Dios le pido que si me enamoro sea de vos y otros himnos para beatos del Foro de la familia, merecen la pena de muerte sin amnistía posible. Nuestro elevado sentido del honor nos impide también aprobar que Teresa de Calcuta, máxima representante de la caridad ramplona que dedicó buena parte de su tiempo a difundir las ideas ultraderechistas del Vaticano y a servir de lavandería de imágenes para pedorras como Lady Di, tomara su nombre artístico de Santa Teresa de Ávila. Entre todo este beaterío insulso, no obstante, conviene hacer una excepción con la gran Pitita Ridruejo, digna de respeto por su reivindicación de las apariciones marianas, su lucha para que la virgen del Pilar no sea discriminada respecto a sus colegas de Fátima y Lourdes, y sobre todo por sus inefables cardados; como nosotros, ella vive en la convicción de que sin laca no puede haber dicha ni virtud.
Pero volviendo a Teresa de Jesús, su apasionante trayectoria vital comenzó a vislumbrarse ya en la infancia, cuando la joven huyó de casa en compañía de su hermano buscando el martirio en tierras de infieles, donde ambos esperaban ser descabezados siguiendo el ejemplo de San Pantaleón y otros de sus ídolos. A continuación, la futura santa se apartaría del camino correcto disfrutando de novelas de caballerías y de la vida frívola de una burguesa de la época hasta que una grave enfermedad hizo que los médicos la declararan muerta. Ya amortajada, se levantó de su ataúd ante el estupor general y comenzó una nueva trayectoria destinada a lograr la perfección espiritual con la ayuda de visiones, apariciones y éxtasis. Su obra, a medio camino entre la autobiografía, la novela fantástica y la erótica, relata sus arrobamientos de una forma gozosamente gráfica, que hizo levantar más de una ceja a la Inquisición: Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal… No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos
se abrasan… Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo de a gustar a quien pensare que miento… No comment.
En obras tan instructivas como Camino de perfección, Las moradas o Libro de las fundaciones, la santa conjuga estas escenas porno con una guía didáctica de cómo alcanzar la espiritualidad a través del ascetismo. Sólo modernillos gafapastas de poco criterio pueden preferir recurrir al budismo o al zen a la hora de dar sentido a su inútil existencia, en lugar de seguir las enseñanzas de Santa Teresa; esas chorradas orientales tan de moda ahora sólo tienen gracia si eres Nacho Cano y las compaginas con la composición de Vivimos siempre juntos o la grabación de un tema a dúo con Paco Clavel en el disco Amor – Humor; si no llegas a ese nivel de grandeza, serás más feliz si sigues nuestro sabio consejo, te dejas de bobadas pseudoespirituales y te dedicas a cosas más adaptadas a tu personalidad, como comprar los discos de La oreja de Van Gogh o ver las películas de Lars Von Trier.
El estilo llano y directo con el que Santa Teresa impregna su genial obra tiene su perfecto contrapunto en su contemporáneo y discípulo Juan de la Cruz. Más lírico él, prefirió contar en verso sus encuentros con lo sobrenatural, aunque de una forma tan atrevida como la de su maestra, estableciendo un paralelismo todavía más evidente entre el amor divino y el terrenal al hablar del amado y la amada, el esposo y la esposa, para referirse (o en realidad no) al encuentro del alma con el Altísimo. Quien busque literatura vanguardista, críptica, transgresora y delirante, que olvide a yanquis drogadictos como Bukowski o Burroughs, cuya obra no le llega a la suela de la sandalia a poemas como Llama de amor viva, Coplas del alma que pena por ver a Dios, o la celebérrima Noche oscura. Por si esto fuera poco, la biografía de este hombre no es precisamente moco de pavo, incluyendo éxtasis a dúo con Santa Teresa, la formación de la rama masculina de los carmelitas descalzos, el martirio a manos de perversos frailes contrarios a la reforma, y el alivio de sus penalidades por la acción de la misma Virgen María, que le indicó el camino para liberarle de su cautiverio. ¡Este hombre si que sabía!
Tras el esplendor de la poesía y prosa mística liderada por estos dos grandes autores, la literatura española vuelve a hundirse en el aburrimiento, en donde permanecerá tres largos siglos hasta la aparición de Don Benito Pérez Galdós, un clásico cuya gran depravación supo apreciar correctamente Luis Buñuel, que adaptó al cine dos de sus obras, Nazarín y Tristana. Más tarde, en el siglo XX, vino una nueva era de esplendor, y no precisamente por García Lorca, que sí, es muy injusto que los fachas lo mataran por rojo y homosexual, pero lo cierto es que era un pesado de hombre, su poesía no conocía término medio entre el hermetismo más cultureta y el folclorismo más tópico, y su teatro resultaba tan afectado como el de Tennesee Williams, con la diferencia de que al menos las obras de Williams conocieron versiones cinematográficas con Elizabeth Taylor, mientras que en el cine La casa de Bernarda Alba la protagonizó Ana Belén.
No, no, la grandeza de las letras españolas durante el siglo pasado no viene de ahí, ni mucho menos de Camilo José Cela, cuyo único mérito digno de mención fue hablar de sus experiencias con la absorción anal de agua en un gran programa televisivo de Mercedes Milá. No fueron sino Marcial Lafuente Estefanía y Corín Tellado los que de verdad revitalizaron nuestra prosa, pero de eso hablaremos otro día. Entre tanto, no olviden supervitaminarse y mineralizarse.