
Pero no perdamos el hilo, el lector se preguntará ahora que tiene que ver Asefal con el hecho de aprender a limpiarse el culo. Vamos allá. Resulta que, durante las compras de ropa adulta, si no se me permitía correr por entre las perchas y organizar algún que otro conflicto, solía quedarme sentado en el suelo cual disciplinado autista. Fue en una de esas ocasiones cuando vi a un niño cagando con la puerta entreabierta. Sumamente aburrido como estaba, me dediqué a seguir mirándole mientras él, indolentemente, procedía con su tarea. Todo me resultó anormalmente normal hasta que, oh sorpresa, el chaval cogió el papel higiénico y, disciplinadamente, lo dobló en dos en sentido transversal. Procedió entonces a limpiarse para, acto seguido, doblar otra vez transversalmente el papel: la zurraspa queda así oculta y, siguiendo con esa progresión geométrica, podía permitirse varios usos del papel. Desde luego, era un interesante contraste respecto a hacer una bola para uno o, a lo sumo, dos usos. Lo metódico del proceder de aquel niño, huelga decirlo, hizo que mi forma de limpiarme el culo cambiase para siempre. Y así hasta el día de hoy.
La pregunta, por supuesto, es ¿Qué hubiese pasado si aquel niño hubiese cagado con la puerta cerrada? ¿Cómo hubiese desarrollado un discurso correcto acerca de cómo limpiarme el culo? Hace dos o tres años, le eché esto en cara a mi madre. «Mamá, tú nunca me enseñaste a limpiarme el culo y tuve que aprender furtivamente de un niño en Asefal». Como respuesta sólo pudo partirse de risa mientras decía «¡Ay va! ¡Asefal!». Las demás personas que nos rodeaban en la mesa de un restaurante no podían dar crédito. La verdad es que no se le puede culpar: en España no tenemos una buena cultura pedagogica sobre el váter. Busqué cómo enseñar a un niño a limpiarse el culo en Google y sólo obtuve procacidades. Por el contrario, cuando hice la búsqueda en inglés, hallé miles de detalladas webs. Y es que, de pequeño, hablando con otros niños, sí que surgen explicaciones sobre cómo machacársela pero… ¿limpiarse el culo? No way.
A partir de aquí, ya sólo resta vivir en el reino del matiz. Por ejemplo: de todos es conocida esa cuestión filosófica “¿Cómo sabe un ciego cuándo tiene que dejar de limpiarse el culo?”. Sin embargo, hay gente que se precia de no chequear la existencia de zurraspa entre pasada y pasada. No lo entiendo. Será la misma gente capaz de poner a la venta ¡papel higiénico negro (en la foto)! Y no lo hacen en tiendas fashion, no, sino en el mismísimo Corte Inglés. Como con mi técnica de limpieza las zurraspas se revelan perfectamente (no con la técnica de arrugar el papel: pueden camuflarse entre los pliegues) mi rechazo ante el papel negro es vehemente. ¿Compraría, sin embargo, ese papel, de no haber visto a aquel niño en Asefal? Feck, a lo mejor hasta estaría votando a Ruiz-Mateos de no ser por ese niño.
Es preferible no preocuparse por esas nimiedades. Mejor ir a la raíz del asunto: este debate que hoy planteo existe gracias a los chinos. Me parece cultura general saber que esta gente inventó el papel higiénico en el siglo 14, con lo cual se pudo – ¡por fin! – dejar de utilizar unas finas láminas de madera con las cuales las gentes primitivas torturaban sus esfínteres (sí, las de la foto). ¡Ay, si esto hubiese sido un invento musulmán, qué buen argumento para combatir mi morofobia! Pero no. Tendrán que seguir hablándome de Las mil y una noches, Averroes y los poetas persas. Y yo diré “Ummm… ¿La Alambra o el papel higiénico? Pues va a ser que los moros pierden”. Aceptémoslo: si mañana Bush bombardease los jardines del Generalife, sería una cabronada, pero imaginaos que se carga el suministro de papel higiénico. Eso sí que es realmente grave. Así y todo, no seamos antiyankis: al fin y al cabo, la manufactura industrial del papel higiénico es un invento norteamericano. En concreto, lo hizo el gran Joseph Gayetty en 1857.
Gracias a ese buen señor, la gente dejó de utilizar cosas como el ‘Old Farmer’s Almanac’ para limpiarse el cacas. Acojona pensar que ese libraco lo llegaron a diseñar con un bujero en la esquina para que las familias pudiesen colgar sus hojas de un gancho en el excusado. Además, Mr. Gayetty merece todo nuestro apoyo como titán megasórdido: estuviera el buen hombre tan orgulloso – con razón – de su invención que decidió imprimir su nombre a lo largo de todo el rollo. ¿Lo hizo para ser el Leonardo Da Vinci del inodoro o verderamente le ponía el hecho de que toda América restregase su nombre por el ojete? Nunca lo sabremos, pero creo que nadie volverá a firmar con más calidad una obra de arte. ¡Aprende, Duchamp!
Hala, me voy a cagar.